BRASIL.
LA POSIBLE NUEVA GRAN ECONOMIA.
Introducción.
En este trabajo abordaremos el tema sobre Brasil, este país cuenta con una historia sorprendente, pero a su vez ha tenido cambios muy notorios con el paso del tiempo, es cierto que todavía tiene muchos conflicto tanto económicos como sociales, (en especial en este ultimo) pero ha sabido cómo enfrentarlos y sacar adelante a su país, aun que todavía falta mucho en el camino.
A nivel mundial a sorprendido mucho y ha sido aceptado por muchas economías fuertes, lo cual le trae inmensos beneficios y le da cierto prestigio. Brasil ha sabido aprovechar sus cartas a nivel internacional, se ha abierto puertas que muy pocos países en Latinoamérica pueden cubrir; en esta investigación, se abordara del como este país a evolucionado con el paso del tiempo, comenzaremos con sus antecedentes, y del como ha logrado superarse, también como a evolucionado su economía, en lo que más se reflejara será en su PIB, PNB, y en sus balanzas tanto comerciales como de pagos, también analizaremos toda su estructura cultura, social y política, ya que como sabremos estos son factores importantes para el mejor desarrollo de un país, a su vez también se analizaran los acuerdos que ha firmado y los beneficios que le trae como país
Antecedentes
Periodos históricos
La era republicana en Brasil tuvo inicio en 1889, con la proclamación de la República por el Mariscal Deodoro da Fonseca, y está en vigor hasta los días de hoy. En esos años, el país pasó por importantes cambios de gobierno, incluso con un período de dictadura militar.
El Brasil República puede ser dividido en cinco fases: la República Vieja, Era Vargas, República Popular, Dictadura Militar y Nueva República.
República Vieja (1889 – 1930)
El período comienza con la Proclamación de la República, liderada por el Mariscal Deodoro da Fonseca en 1889, promulgándose la primera constitución de la Era Republicana en 1891.
También conocida como República de las Oligarquías, el período fue marcado por gobiernos vinculados al sector agrario, los cuales se mantenían en el poder en forma alternada: la “política del café con leche”. La rotura en esa dualidad de gobiernos provocó la Revolución de 1930 y marcó el fin de la República Vieja.
Era Vargas (1930-1945)
Los primeros años de la Era Vargas fueron marcados por el ambiente de tensión entre las oligarquías y los militares – principalmente en el estado de São Paulo – lo que provocó la Revolución Constitucionalista de 1932.
En 1935, la Alianza Nacional Libertadora (ANL) promovió un intento de golpe contra el gobierno de Getúlio Vargas – la Intentona Comunista. Getúlio aprovechó el episodio para declarar el estado de sitio y ampliar sus poderes políticos. En esa época, Getúlio adoptó un discurso nacionalista y comenzó a articular un movimiento para su permanencia en el puesto más alto del Poder Ejecutivo. En 1945 el Ejército derrocó al presidente.
República Popular (1945-1964)
Luego de la caída de Getúlio, el general Enrico Gaspar Dutra fue elegido presidente. La Asamblea Constituyente creó la quinta Constitución Brasileña, la que estableció los poderes del Ejecutivo, Legislativo y Judicial.
En 1950, Getúlio vuelve al escenario político y vence las elecciones presidenciales. Gracias a su postura nacionalista, recibió apoyo de los empresarios, de las Fuerzas Armadas, de grupos políticos del Congreso, de la Unión Nacional de los Estudiantes (UNE) y de la sociedad civil.
Mientras tanto, la oposición crecía y se organizaba contra el gobierno. El 23 de agosto de 1954, 27 generales exigen públicamente la renuncia de Vargas. En la mañana del 24 de agosto, Vargas se suicida.
Juscelino Kubitschek (JK) asume la presidencia en enero de 1955 con la promesa de realizar “cincuenta años en cinco”. Sin embargo, su gobierno fue muy criticado, pues los problemas sociales no se resolvieron y la inflación aumentó gracias a los recursos gastados.
La sucesión política de JK se produjo con la elección del popular Jânio Quadros, que renunció al mandato al año siguiente. En esa época, se especuló que la renuncia fue una estrategia utilizada por el presidente para conseguir que el Congreso le ofreciera poderes totales. Pero al contrario de lo que Jânio esperaba, el Congreso aceptó rápidamente su salida.
Dictadura Militar (1964-1985)
Con el aumento de la crisis política y de las tensiones sociales, en marzo de 1964 salen a las calles las tropas de Minas Gerais y de São Paulo. El 9 de abril se decreta el Acto Institucional Número 1 (Al-1), que interrumpe los mandatos políticos y quita la estabilidad de los funcionarios públicos.
El mariscal Humberto de Alencar Castello Branco fue el escogido entre los militares para asumir la presidencia del país. En su gobierno, fueron promulgados los Actos Institucionales que suspendieron los derechos políticos de los ciudadanos.
En 1967, el mariscal Arthur da Costa e Silva asume la presidencia y decreta, en 1968, el Acto Institucional Número 5 (Al-5), que amplió la represión de la dictadura.
En razón de una enfermedad, al final de 1969 Costa e Silva es sustituido por una junta militar. Inmediatamente, el general Emilio Garrastazu Médici asume la presidencia. Con él, crece la represión y una severa política de censura se coloca en práctica para todos los medios de comunicación y expresión.
El sucesor de Médici, el general Ernesto Geisel, inicia un proceso lento de transición hacia una democracia. En 1978 suspende el AI-5 e impone al general João Batista Figueiredo como sucesor. Figueiredo decreta entonces la Ley de Amnistía y restablece el pluripartidismo.
Nueva República (1985-actualmente)
La Nueva República es el período que sucedió al gobierno militar, caracterizándose por la democratización política y por la estabilización económica.
Centro Cultural São Paulo
- El período republicano se inició en 1889 con la proclamación de la República por el Mariscal Deodoro
En 1984 el movimiento “Diretas Já” movilizó millones de brasileños que exigían elecciones directas para presidente de la República. La Cámara de Diputados no aprueba la realización de elecciones libre y el Colegio Electoral elige al diputado de la oposición Tancredo Neves, quien tenía como opositor Paulo Maluf.
Tancredo no llega a tomar la posesión del puesto, falleciendo víctima de una infección hospitalaria. El vicepresidente José Sarney asume y en su gobierno se promulga la Constitución de 1988. El documento instituyó el Estado democrático y la república presidencial.
En 1989, Fernando Collor de Mello gana las primeras elecciones directas para presidente realizadas desde 1960. Muy poco conocido nacionalmente, el senador de la provincia de Alagoas, en el Nordeste, gana las elecciones con una campaña electoral basada en la promesa de combatir la corrupción, además de la promoción de su imagen personal, como un líder joven y dinámico.
Sin embargo, luego de dos años de gobierno, el propio hermano del presidente realiza denuncias públicas de corrupción a través de un sistema organizado por el tesorero de la campaña electoral, Paulo Cesar Farias.
El Congreso Nacional crea una Comisión Parlamentaria de Inquisición (CPI) cuyas conclusiones llevan al pedido de alejamiento del presidente (impeachment). Sin embargo, Collor renunció antes de que su
interpelación fuera aprobada. El ex-presidente tuvo sus derechos políticos suspendidos por diez años. Uno de los hechos más destacados de ese período fue el movimiento de los “Cara Pintadas”, cuando millares de estudiantes salieron a las calles de todo Brasil exigiendo la salida de Collor de Mello de la presidencia de la República (impeachment).
Luego de la renuncia, el vicepresidente Itamar Franco asume la presidencia de Brasil. En su gestión se implementó el Plan Real. El proyecto fue ejecutado por el equipo del entonces ministro de Economía Fernando Henrique Cardoso, quien vendría a ser electo presidente en 1994 - y reelecto en 1998, puesto que en su gobierno se aprobó la reelección.
En el 2002, Luiz Inácio Lula da Silva es electo presidente de la República y reelecto en el 2006.
Abolición de la esclavitud
“Queda abolida la esclavitud en Brasil. Se revocan las disposiciones en contra”. Once palabras que cambiarían nuestro futuro. Con el fin del cautiverio, el país entraría en un nueva fase, próspera e igualitaria. Fiesta, júbilo, conmoción colectiva en las calles.
Ciento veinte años después, la promesa sugerida en aquel bello pedazo de papel suena envejecida como él mismo. ¿En que punto del camino las cosas se dieron erradas?
Probablemente, antes de aquel 13 de mayo de 1888. Para volver en el tiempo e intentar entender el modo de cómo la abolición fue concebida y se desplegó, invitamos a ocho estudiosos a reflexionar sobre diferentes aspectos de aquel momento histórico.
El resultado revela la “típica manera brasileña” de terminar con la esclavitud. Desde el punto de vista religioso, nos separamos del destino norteamericano. En la esfera política, la autoría del hecho fue disputada por republicanos y monarquistas. La princesa Isabel se tornó santa, la reforma agraria fue encajonada y el papel de los propios negros, ignorado. Para completar, un vuelo hacia África de hoy, donde la esclavitud persiste.
Monarquía redentora
Desde la mitad del siglo XIX la monarquía se mostró dispuesta a aprovechar proyectos abolicionistas. En medio del aumento de la violencia en conflictos entre esclavos y señores, las leyes del Vientre Libre (1871) y de los Sexagenarios (1885) buscaron mantener la gran producción agrícola y preservar el orden social.
Éste proceso hizo crecer la oposición de los propietarios de los esclavos, que engrosaron las filas republicanas. Al alejarse de ellos, la monarquía se preparaba para construir una nueva base de legitimidad, sintonizada con grupos emergentes (como los sectores medios urbanos) y con las expectativas generales de la población. Para eso, invirtió mucho en la propaganda que asociaba la abolición a una acción exclusiva de la princesa Isabel.
Una especie de fiebre monárquica, de naturaleza cultural y religiosa, fue difundida en aquel momento. Valiéndose de concepciones de la realeza heredadas de África, fue natural para los negros adoptar esa idea de abolición como una redención concedida por la monarquía. Ella se propagó por los espacios de la cultura popular, fortalecida en su carácter místico y africanizado.
Después de la caída de la monarquía, la República intentó ligarse a la memoria de la abolición. Su principal argumento era la causa del Ejército en capturar los esclavos que habían huido. Se reivindicaba así, el reconocimiento de los republicanos militares como actores de la abolición y redentores de la patria libre. En los manuales escolares, la enseñanza de la historia de la abolición exaltaba como héroes republicanos a Silva Jardim y Deodoro da Fonseca. En las conmemoraciones oficiales de la abolición, el 13 de mayo y el 15 de noviembre eran presentadas como fechas complementarias de un mismo proceso de modernización del país, en el marco de una nueva era que proporcionó el ejercicio pleno de ciudadanía, abriendo las puertas de Brasil al proceso y a la civilización. De manera complementaria, ligaban el sistema monárquico a la esclavitud y al retraso del país, además de silenciar el nombre de la princesa Isabel en el proceso de aprobación del proyecto convertido en ley.
Pero la estrategia no conquistó los libertados y los afro descendientes. Hubo derramamiento de sangre e intentos de resistencia luego la proclamación de la república. El nuevo régimen fue caracterizado por fusilamientos en masa, palizas a los negros fieles a su “Redentora”, prisión y deportación de líderes de la Guardia Negra (especie de milicia organizada para defender a la monarquía y a la princesa Isabel) y conflictos con ex esclavos que se recusaban a trabajar para estancieros republicanos. Muchos negros, convencidos de que debían su libertad al trono, se tornaban mártires por la monarquía. Consecuentemente, fueron olvidados por la República.
Sensibilidad inglesa
Cuando se trata de evaluar los motivos de la presión inglesa por el fin del tráfico del atlántico de esclavos, se cierne en la escuela secundaria el estigma del “Occidentalismo” – creencia que reduce la civilización occidental a una masa de parásitos sin alma, decadente, codicioso, desarraigados, incrédulos e insensibles.
No pueden ser llevadas a cabo las tesis que vinculan la acción británica a imaginarias crisis económicas del cautiverio en el Caribe en el pasaje del siglo XVIII para el siguiente. El tráfico seguía lucrativo y no pasaba por la cabeza de ningún líder inglés en serio que la demanda americana por bienes británicos pudiese aumentar con el final de la esclavitud. Sin embargo eso continúa siendo enseñado a nuestros hijos y nietos.
El abolicionismo británico tenía naturaleza cultural y política. En la vanguardia del movimiento estaban activistas que no dejaron de creer en la unidad del género humano, destacándose los quakers, que rechazaron el uso de la violencia con la misma voluntad con que rechazaron cualquier sacramento o jerarquía eclesiástica.
Tratando de convencer por medio de la palabra y de peticiones anti esclavistas, ayudaba contar con una solida tradición parlamentar, disfrutar de libertad de prensa y circular por la eficiente red inglesa de comunicaciones. Pero, el truco de los ambiciosos proyectos de persuasión política surgido en Occidente antes del advenimiento del marketing moderno fue insistir en el sufrimiento del africano como metáfora de la libertad vivida por el inglés común – la única manera de ocultar el factor racial que los apartaba.
El rapto de ciudadanos reproducía las tripulaciones de la más poderosa Marina del mundo – decenas de millares de hombres fueron capturados por bandos armados del servicio naval durante las guerras napoleónicas. De la misma manera, aún en el plano de las sensibilidades, las terribles condiciones de vida de las primeras generaciones de obreros británicos establecían puentes entre los recorridos del inglés común y las de los millares de esclavos capturados en África. Hete aquí el fermento para la abolición del tráfico en 1807, de la esclavitud en la década de 1830 y de la legitimación moral de los prisioneros hechos por la Royal Navy hasta la segunda mitad del siglo.
Está claro que todo eso justificó las posteriores conquistas coloniales en África y en Asia. Pero la aventura abolicionista británica bien merece una estatua en cada una de las plazas más importantes de las antiguas sociedades esclavistas de las Américas.
El papel de las religiones
Fue muy diferente el papel ejercido por la religión y por las iglesias en los movimientos abolicionistas de Estados Unidos y de Brasil.
El más fuerte componente de los abolicionismos británico y norte americano fue justamente la convicción religiosa. Los quakers fueron pioneros en la lucha contra la esclavitud en Gran Bretaña. Éste grupo religioso puritano, conocido como Sociedad de los Amigos, se encargó de la lucha desde el final del siglo XVII. Más allá de no haber condena de esclavitud en la Biblia, ellos decidieron que su práctica era incompatible con el principio de igualdad de todos los hombres frente a Dios. Aliados a otros religiosos, se organizaron en sociedades abolicionistas, movilizaron la opinión pública y presionaron al Parlamento para aprobar medidas en contra de la esclavitud. En 1807, éstos militantes lograron su primera gran victoria cuando el Parlamento decretó el fin del tráfico de esclavos.
La actuación de los quakers se extendió a Estados Unidos, donde la lucha fue mucho más dura, pues allí la esclavitud estaba dentro del país. Así mismo, en la década de 1830 ya funcionaban varias sociedades abolicionistas, todas movilizadas por valores puritanos y organizados por quakers, metodistas y bautistas. La más importante fue la American Anti Slavery Society, creada en 1833.
En Brasil, ni el pensamiento abolicionista se basó en la religión, ni la Iglesia Católica se empeñó en la causa. Todo lo contrario; curas y órdenes religiosas eran conniventes y cómplices de la esclavitud. La Biblia tenía sus argumentos, no prohibía la esclavitud y, al final, lo que importaba era la libertad del alma libre del pecado, y no la libertad civil. Más allá de eso, los curas eran empleados del Estado, cuyos intereses tenían dificultad en contrariar. Nuestro abolicionismo se basó antes en razones políticas y humanísticas.
Ese contraste ayuda a entender por que, en Estados Unidos, la abolición fue seguida de una fuerte acción a favor de los ex esclavos, sobre todo en los campos de la educación, de los derechos políticos y del acceso a la propiedad de la tierra. Entre nosotros, nada fue hecho, ni por el Estado, ni por la Iglesia, ni por particulares.
Abolición como dádiva
La ley Aurea era muy popular, y confería nueva visibilidad a la princesa Isabel y a la monarquía. Sin embargo, políticamente, el Imperio tenía sus días contados, al perder el apoyo de los estancieros del Valle del Paraíba. Más allá del clima de euforia reinante, parecía ser el último acto del teatro imperial.
Pero, por momentos, el último es también el primero. En medio a una sociedad de marcas personales y de culto al personalismo, la abolición fue entendida y absorbida como una “dádiva”. Un bello regalo que merecía, por lo tanto, vuelto y devolución. Isabel se convierte en “Redentora” y el acto se transforma en merito de “único dueño”. Decadente y fallido como sistema, la monarquía recuperaba fuerza en el imaginario al vincularse al acto más popular del Imperio. La “realeza política” se asociaba a una “realeza mitificada”, casi mágica, señora de la justicia y de la seguridad.
En los diarios y en las imágenes de aquella época, Isabel pasa a ser retratada como una santa al redimir los esclavos, que aparecen siempre descalzos y arrodillados, como a rezando y bendiciendo a la patrona. Allí la princesa aparece de pié y erguida, contrastando con la posición curvada y humilde de los ex esclavos, que parecen mantener su situación – si no más real, al menos simbólica. A los esclavos recién liberados solamente restaría la respuesta servil y sub sirviente, reconocedora del tamaño del “presente” recibido.
Estaba inaugurada una manera complicada de lidiar con la cuestión de los derechos civiles. Sin la comprensión de que la abolición era resultado de un movimiento colectivo, permanecíamos atados al complicado juego de las relaciones personales, sus contraprestaciones y deberes: clave del personalismo y del propio clientelismo. Nueva versión para una estructura antigua, en que las relaciones privadas se imponen sobre las esferas de actuación pública
Contra la corriente la cultura negra florece
En 1902, el afro descendiente Rodrigues Alves asumía la Presidencia de la República. Sin embargo, fue exactamente en la gestión de éste afro descendiente que Brasil empezó a poner en práctica, a partir de su capital, un programa cultural para europeizarse de una vez. Desde la abolición, la elite se empeñaba en construir la nación que siempre pretendió. En ella, la cultura africana y la presencia negra eran indeseadas. Al final, no era alentador pensar en el futuro de un país de “salvajes inferiores” y “negros bozales y degenerados”, en la palabra de un literato como José Veríssimo (1857 -1916).
Más allá de eso, los descendientes de los antiguos esclavos buscaron la auto afirmación y la inclusión social por medio de sus prácticas culturales. El tiempo que transcurrió desde la abolición hasta el recensamiento de la población, en 1920, fue para artistas e intelectuales afro descendientes, un período de intensa actividad. Escribiendo y actuando en decenas de montajes teatrales en circos de Rio de Janeiro (cariocas) y por Brasil, Benjamín de Oliveira, el “payazo negro”, crea el teatro popular brasileño, tan importante a la época como lo es la televisión de nuestros días. De la misma manera, el período se marca por el apogeo de Eduardo das Neves, adversario, aunque amigo de Benjamín; de la compositora Chiquinha Gonzaga; del compositor y regente Paulino Sacramento; del periodista Francisco Guimarães, el Vagalume, pionero de la crónica carnavalesca; de Zeca Patrocinio, pionero del cine brasileño; de Hemetério dos Santos, autor de la primera gramática de la lengua portuguesa, así como el surgimiento de Pixinguinha y Grande Otelo, para quedar solamente en estos ejemplos.
En esa época, se fortalecieron y se difundieron en el ejido Salvador-Rio de Janeiro, por intermedio de “ialorixá” Madre Aninha, las bases del culto a los orixás jeje-nagôs, el más fuerte rasgo de la africanidad brasileña. Mientras tanto, los batuques recreados en el medio rural completan la amalgama desde donde nació la samba.
Era la cultura brasileña viéndose plasmada por las manos de la “gente de color”. Después, todo ese universo de acciones e intenciones sería apropiado, y más adelante invadido, por la industria cultural globalizada.
En la escena cultural brasileña de hoy, negros y mulatos somos, cuando mucho, coadyuvantes, contados con los dedos de las manos aquellos de nosotros que llegan al protagonismo. Y de los que llegan, gran parte tienen que abrir mano de su esencia y de su afro descendencia, limitados por modernas maneras de esclavitud, cautivos de los medios de comunicación y del mercado – que todavía nos quieren de la manera que la sociedad brasileña nos quería cien años atrás
Libertad es tierra
Diversos proyectos abolicionistas invadieron la escena política brasilera en el último cuarto del siglo XIX. André Rebouças fue uno de los más radicales. Quizás por eso haya terminado derrocado.
Mulato, bahiano, hijo de un miembro proveniente de la elite política imperial, Rebouças se aclimató desde muy temprano a la vida en la corte. Recibido como ingeniero militar a los 22 años, se dedicó a la modernización de puertos y a la construcción de rutas, para dotar a Brasil de infraestructura compatible con la llamada Segunda Revolución Industrial, que movilizaba la imaginación técnica de dos jóvenes naciones emergentes: Estados Unidos y Alemania. Sin embargo, se frustró en sucesivas iniciativas para la modernización material del país.
Su vida fue reanimada por el abolicionismo. Era el primer movimiento de formación de opinión en Brasil, y a él el ingeniero y empresario puso toda su energía. Dedicado a comprender los mecanismos que empeoraban el desarrollo del país, llegó a la conclusión de que vivíamos un bloqueo estructural para la emergencia de individuos libres. Y que la liberación de los esclavos, solamente no sería suficiente. Entendía la abolición como un primer paso, a lo cual le seguiría una necesaria eliminación del monopolio de la tierra, pues la autonomía individual solamente sería posible con la transformación de un ex esclavo en pequeño productor independiente. Era éste, para Rebouças el único camino de liberación de los hombres pobres del campo, negros o blancos, ex esclavos o inmigrantes.
Su convicción resultó en distintas propuestas, como la del impuesto territorial progresivo. Sin embargo, como los otros liberales brasileños de su tiempo, el temía que una revolución agraria y popular terminase en guerra civil. Y de ésta manera vio suspendido su proyecto de refundación nacional. Desde la mitad del año 1880, pasó a considerar que solamente el emperador podría dirigir el proceso de liberación de los esclavos y una eventual reforma agraria. Por esto cuando D. Pedro II es expulsado, Rebouças concluye que no tiene más nada que hacer en Brasil, y decide exilarse en la Isla de la Madera.
Se suicida en 1898, convencido de que la civilización brasilera, tal como la de Grecia antigua, se extinguiría. Con la diferencia de que, por acá, ella jamás florecería
Color que hace la diferencia
En 1889, un grupo de liberados de la región de Vassouras, en Rio de Janeiro, envió a Rui Barbosa una carta en la cual exigía instrucción pública para sus hijos. Se vivía un período delicado; la esclavitud había sido abolida hacía poco tiempo y la monarquía estaba en colapso. Los firmantes de la carta se declaraban republicanos y decían que fueron ellos, los ex esclavos, y no la familia real, los autores de la abolición. Ésta declaración de protagonismo no agradaba a Rui Barbosa (1849-1923) y a otros con ideas emancipadoras más conservadores, para quién la abolición era un problema nacional que ha sido resuelto por los “ciudadanos”, los “hombres esclarecidos”, categorías que no incluían esclavos y libres.
Pero, ni remotamente el fin de la esclavitud fue algo decidido y encaminado solamente por los señores blancos y doctores del Imperio. Desde que allí arribaron los primeros navíos de negros, las autoridades policiales y políticas eran sobresaltadas por escapes e insurrecciones esclavas que comprometían, día a día, los negocios, la quietud y la autoridad señorial.
En la segunda mitad del siglo XIX, la relevancia de la rebeldía negra por la falencia del sistema de esclavitud se evidenció aún más. La historia está repleta de personajes negros que tenían a la abolición como su principal causa, como Luís Gama, José do Patrocínio y Manoel Querino. Hubo otros menos famosos, pero también contundentes protagonistas de la libertad negra, como un tal Salustiano.
Él fue conocido en la crónica bahiana como el orador del pueblo, en razón de la vehemencia con que discursaba en favor de la abolición y en apoyo a José do Patrocínio siempre después que terminaba sus quehaceres de zapatero. La predicación de Salustiano contrariaba de tal manera el orden vigente que, un oficial de la policía de Cachoeira, en el interior de Bahía, llego a solicitar al jefe de la policía orientación para hacer “callar a tal negro”.
La osadía fue la principal actuación de los negros que lucharon en contra a la esclavitud, inclusive en los días que antecedieron la abolición. Hay distintas noticias de africanos liberados involucrados con la sociedad abolicionista. Muchos azotaban esclavos que habían huido, es decir, los escondían mientras los abogados encomendaban en la Justicia acciones de libertad.
La osadía fue la principal actuación de los negros que lucharon en contra a la esclavitud, inclusive en los días que antecedieron la abolición. Hay distintas noticias de africanos liberados involucrados con la sociedad abolicionista. Muchos azotaban esclavos que habían huido, es decir, los escondían mientras los abogados encomendaban en la Justicia acciones de libertad.
La intensidad de las revueltas y fugas colectivas fueron una de las mayores evidencias de la crisis de la esclavitud. El movimiento negro fue tan decisivo que uno de los argumentos abolicionistas era de que solamente el fin del cautiverio libertaría el hombre blanco, visto como rehén de la resistencia de los propios esclavos.
Tenían razón los libres de Vassouras al reivindicar la autoría de la abolición.
Quizás por haber sido los ex cautivos los legítimos autores de su libertad, las conmemoraciones del 13 de mayo solamente existen hoy en comunidades negras, por ejemplo las de los candombes de Bahía y de los Congados del Sureste
Quizás por haber sido los ex cautivos los legítimos autores de su libertad, las conmemoraciones del 13 de mayo solamente existen hoy en comunidades negras, por ejemplo las de los candombes de Bahía y de los Congados del Sureste
La batalla continua
Entre los varios episodios que los llevaron a la Independencia, los ciudadanos de Piauí eligieron como símbolo más grande de la conquista una confrontación de la cual salieron derrocados.
La sangrienta Batalla de Jenipapo ocurrió el 13 de marzo de 1823. Tropas comandadas por el mayor portugués Cunha Fidié enfrentaron un ejército improvisado de defensores de la Independencia a las orillas del Río Jenipapo, en Campo Maior. Provistos de armas simples los brasileros fueron masacrados. Victoriosos, los soldados de Fidié dejaron la provincia rumbo a Maranhão, pero los ciudadanos de Piauí, reforzados por los de Ceará, Pernambuco y Maranhão en favor de la independencia, lo siguieron de cerca y finalmente los derrocaron en la ciudad de Caxias, el 31 de julio. La rendición de los portugueses ocurrió el día siguiente. Pero lo que quedó en la Historia fue la brava resistencia en Jenipapo.
Pasaron casi dos siglos, y el orgullo local en relación a aquel hecho está más vivo que nunca. En el escenario de la batalla, desde hace 12 años es realizada una representación teatral que cada año atrae a más gente. La fecha del espectáculo no deja dudas: para los ciudadanos de Piauí, el 13 de marzo es el día de celebrar la Independencia, y no el 19 de octubre, cuando fue oficialmente proclamada, en 1823, en la Villa de Paraíba.
El primer montaje – hecho por un grupo de teatro invitados del gobernador del estado – tuvo la participación de 30 actores como en la época de la batalla y escenificando los eventos que culminaron con el combate a las orillas de Jenipapo. El suceso fue inmediato, y la producción creció año tras año. “Hoy estamos con más de 100 personas en el elenco”, afirma Francisco das Chagas Vale, director de Acción Cultural de la Fundación cultural de Piauí (Fundac), que organiza las celebraciones de la Independencia en el estado. La programación, “gira en torno de la pieza, que tiene gran aceptación cívica” y atrae estudiantes de las ciudades más cercanas, autoridades y visitantes, según Chagas Vale.
La celebración de la adhesión a Brasil cuenta también con otros marcos. En 1974, fue creado en Campo Maior un memorial reuniendo piezas de la época y placas ilustrativas de la batalla. Solamente el año pasado, cerca de 16 mil personas pasaron por allá.
El más reciente proyecto del estado en torno a la Independencia es una tira de humor hecha revista que habla de la Batalla de Jenipapo, que va ser lanzada en octubre para la distribución en la escuelas. La iniciativa llenará un espacio importante. “Libros de Historia de Brasil no colocan en sus páginas la importancia de este evento. Sí él no hubiese acontecido, el mapa de Brasil tendría otra configuración”, argumenta Chagas Vale. En otras palabras: sin Jenipapo no habría Brasil (Equipo RHBN).
Visiones y revisiones
De un mismo evento pueden surgir múltiples versiones.
Buen ejemplo de ésto es la adhesión de Piauí a la Independencia. A lo largo del tiempo, los historiadores valoraron diferentes aspectos de la guerra (muchas veces contradictorios), crearon y desenmascararon héroes .
Buen ejemplo de ésto es la adhesión de Piauí a la Independencia. A lo largo del tiempo, los historiadores valoraron diferentes aspectos de la guerra (muchas veces contradictorios), crearon y desenmascararon héroes .
Los primeros registros surgieron en el siglo XIX ,
basados en los estudios del Instituto Histórico y Geográfico Brasilero (IHGB), que se dedicaba a crear una identidad para el recién fundado país – a comenzar por su pasado . Pero esas investigaciones consistían solamente en presentar los actos y fechas más conocidos, con base en los archivos locales y regionales .
En la década de 1920, la mirada empezaba a cambiar Gana
espacio el movimiento regionalista, influenciado por la Semana de Arte Moderna. Investigadores del estado de Piauí critican los silencios y los equívocos de los libros de Historia de Brasil sobre el tema. Hermínio Conde es un de ellos: en artículos publicados en diarios de Rio de Janeiro, de Maranhão y de Piauí, analiza las orígenes del pueblo de la región y enfatiza la disputa Norte Sur, con sus desdoblamientos políticos, culturales y literarios .
Es hora, también, de revalorar el papel de los héroes y de los
mártires. El portugués João José da Cunha Fidié, comandante de las Armas que infringieron derrotas a ciudadanos de Piauí, pasa a ser retratado como incompetente y cobarde. Justo el opuesto de las descripciones del siglo anterior, que lo pintaban como furioso guerrero y símbolo del terror. Y ni el mismo líder de las tropas brasileras, general Manoel de Sousa Martins, es unánime. El historiador Clodoaldo Freitas, por ejemplo, lo considera un nulo, un “meteoro maldito”,
identificado con todo lo malo que aconteció en el Piauí imperial .
basados en los estudios del Instituto Histórico y Geográfico Brasilero (IHGB), que se dedicaba a crear una identidad para el recién fundado país – a comenzar por su pasado . Pero esas investigaciones consistían solamente en presentar los actos y fechas más conocidos, con base en los archivos locales y regionales .
En la década de 1920, la mirada empezaba a cambiar Gana
espacio el movimiento regionalista, influenciado por la Semana de Arte Moderna. Investigadores del estado de Piauí critican los silencios y los equívocos de los libros de Historia de Brasil sobre el tema. Hermínio Conde es un de ellos: en artículos publicados en diarios de Rio de Janeiro, de Maranhão y de Piauí, analiza las orígenes del pueblo de la región y enfatiza la disputa Norte Sur, con sus desdoblamientos políticos, culturales y literarios .
Es hora, también, de revalorar el papel de los héroes y de los
mártires. El portugués João José da Cunha Fidié, comandante de las Armas que infringieron derrotas a ciudadanos de Piauí, pasa a ser retratado como incompetente y cobarde. Justo el opuesto de las descripciones del siglo anterior, que lo pintaban como furioso guerrero y símbolo del terror. Y ni el mismo líder de las tropas brasileras, general Manoel de Sousa Martins, es unánime. El historiador Clodoaldo Freitas, por ejemplo, lo considera un nulo, un “meteoro maldito”,
identificado con todo lo malo que aconteció en el Piauí imperial .
Otros personajes terminan relegados a papeles secundarios, como los independientes João Cândido de Deus e Silva y Simplício Dias da Silva .
Esa tendencia revisionista, de glorificar o contestar los protagonistas históricos, es dejada de lado por la historiografía moderna. A partir del año 1950, las averiguaciones se concentraron en la participación popular .
La preocupación por lo social realza la experiencia de las personas comunes, de los anónimos de la Historia. Consecuentemente, los ciudadanos de Piauí pasan a apropiarse de aquel evento, transformado en tema de cuentos, romances, poemas, piezas teatrales, películas de cine y artículos para la prensa. La iniciativa de conferir dimensiones épicas a la lucha de la Independencia era incentivada por el Estado, patrocinador de monumentos, memoriales y conmemoraciones.
Combate, batalla, guerra, lucha, epopeya: a lo largo de la historia, los episodios ocurridos alrededor de Campo Maior ganaron intensidad política y cultural. Principal tema de la historiografía de Piauí, la Independencia es un símbolo – siempre en transformación – de cómo aquel estado se ve insertado en la Historia de Brasil.
El grito que no fue oído
“¡Independencia o Muerte!” Consagrado por la historia, el Grito del Ipiranga, el 7 de septiembre de 1822, casi no causó repercusión entre sus contemporáneos. En la prensa de Rio de Janeiro, solamente el número del 20 de septiembre del diario El Espejo exaltó “el grito acorde de todos los brasileros”. En la práctica, la Independencia estaba lejos de llegar.
Tres siglos después del descubrimiento, Brasil no pasaba de cinco regiones distintas y, sobre todo, la aversión o el desprecio por los naturales del reino, como definió el historiador Capistrano de Abreu. En 1808, los vientos empezaron a cambiar. La vida de la Corte y la presencia inédita de un soberano en tierras americanas motivaron nuevas esperanzas entre la elite intelectual luso brasilera. A ésta altura, nadie vislumbraba la idea de una separación, pero se esperaba al menos que la metrópoli dejase de ser tan centralizadora en sus políticas. Vana ilusión: el Imperio instalado en Rio de Janeiro simplemente copió las principales estructuras administrativas de Portugal, lo que contribuyó para reforzar el lugar central de la metrópoli, ahora en América, no solamente en relación a las otras capitanías de Brasil, pero también al propio territorio europeo.
El auge del cuestionamiento de las prácticas del Antiguo régimen aconteció el 24 de agosto de 1820, cuando estalló la Revolución Liberal del Puerto. Se clamaba por una Constitución basada en las libertades y derechos del liberalismo naciente. La revolución tuvo un importante eco en Brasil, por medio de una cantidad enorme de diarios y folletos políticos. Durante todo el año de 1821, no surgieron en éstos impresos cualquier propuesta favorable a la emancipación.
Hasta el inicio de 1822, nadie hablaba de Brasil. Al partir para las Cortes de Lisboa, para la discusión de la Constitución del Reino, los diputados americanos pensaban solamente en sus “patrias locales”, es decir, en sus provincias. Solamente los paulistas demostraron alguna preocupación en construir una propuesta para el conjunto de la América portuguesa. Ni por eso abrieron mano de la integridad del Reino Unido: sugirieron que Brasil fuera como la sede de la monarquía, o entonces la alternancia de la residencia del rey entre un lado y otro del Atlántico. “Independencia”, significaba, antes que nada, autonomía.
A lo largo de aquel año, el discurso se radicalizó. La insatisfacción por la metrópolis crecía, pues de las Cortes venían propuestas para retornar algunas de las antiguas restricciones políticas y económicas que habían limitado la autonomía de Brasil en el pasado. Juntamente con el proyecto constitucionalista surgía la idea separatista, sin embargo aún no dirigida a toda la América portuguesa.
Considerada en aquella época como la fecha que oficializó la separación de Brasil de su antigua metrópolis, la aclamación de Pedro I como emperador, el 12 de octubre de 1822, no significó la unidad política del nuevo Imperio. La propuesta fue aceptada por las Cámaras Municipales de Rio de Janeiro, São Paulo, Minas Gerais, Santa Catarina y Rio Grande do Sul. Pernambuco titubeó por algún tiempo. En razón de las dificultades de comunicación, Goiás y Mato Grosso solamente prestaron juramento de fidelidad al Imperio en enero de 1823. Mientras tanto Pará, Maranhão, Piauí y Ceará, y una parte de Bahía y de la provincia Cisplatina, permanecieron leales a Portugal, refractarias al gobierno de Rio de Janeiro, Maranhão elegía diputados para las Cortes ordinarias de Portugal.
Considerada en aquella época como la fecha que oficializó la separación de Brasil de su antigua metrópolis, la aclamación de Pedro I como emperador, el 12 de octubre de 1822, no significó la unidad política del nuevo Imperio. La propuesta fue aceptada por las Cámaras Municipales de Rio de Janeiro, São Paulo, Minas Gerais, Santa Catarina y Rio Grande do Sul. Pernambuco titubeó por algún tiempo. En razón de las dificultades de comunicación, Goiás y Mato Grosso solamente prestaron juramento de fidelidad al Imperio en enero de 1823. Mientras tanto Pará, Maranhão, Piauí y Ceará, y una parte de Bahía y de la provincia Cisplatina, permanecieron leales a Portugal, refractarias al gobierno de Rio de Janeiro, Maranhão elegía diputados para las Cortes ordinarias de Portugal.
Al final, más allá de los horrores de la guerra y de las tensiones que no desaparecieron, se planeó por la fuerza una unidad territorial de Brasil. Pero la ruptura total y definitiva se mantuvo sub judice. Al final, el emperador era portugués y sucesor del trono de los Bragança. Capaz, por lo tanto, de reunir nuevamente, luego de la muerte de su padre, los dos territorios que el Atlántico separaba.
Solamente en 1825, después de lentas negociaciones, D. João VI reconoció la Independencia, a cambio de indemnizaciones. Así mismo, el gesto vino bajo la forma de concesión, transfiriendo la soberanía del reino portugués, que él detenía, para el reino de Brasil, bajo la autoridad de su hijo. Y D. João fue más allá: reservó para sí el titulo de emperador del nuevo país, registrado en los documentos que firmó hasta su muerte, en 1826.
Los lazos de sangre hicieron de la Independencia un proceso ambiguo y parcial. Fue preciso esperar otra fecha, a la de la abdicación de D. Pedro I, el 7 de abril de 1831, para que se rompiese definitivamente cualquier vínculo de Brasil con Portugal. Asumía el poder un soberano muchacho, también él un Bragança, pero nacido y criado en Brasil. En el lenguaje de los exaltados del período de regencia, se acababa “la farsa de la independencia Ipiranga”.
Sangre patriótica
En la ciudad Grão Pará, la Independencia no fue pacífica. Una revuelta en contra de los portugueses y extranjeros en general resultó en la masacre de más de 250 personas.
Ya había pasado casi un año del notorio Siete de septiembre, y el Grão Pará continuaba ajeno a la Independencia de Brasil. En éste momento, arribó a Belém el inglés Pascoe Grenfell (1800 – 1869), a bordo de un navío de guerra. Enviado por el emperador D. Pedro I, el capitán de 23 años traía un comunicado: una gran escuadra estaba en camino para garantizar que, por las buenas o por las malas, la adhesión del Grão Pará al Imperio.
Grenfell estaba mintiendo. Estratégicamente, omitió el hecho de que la tímida escuadra enviada por D. Pedro I se fue dividiendo en paradas previas a Bahía, a Pernambuco y a Maranhão (ver RHBN n0 38). Lo que restaba era insuficiente para conquistar a la fuerza el extremo Norte del país. Pero no habría enfrentamiento. El Grão Pará – que en aquella época también incluía el área del actual estado de Amazonas – fue incorporado al Imperio de Brasil el 23 de agosto de 1823 de forma aparentemente pacífica. Solo aparentemente.
La elite de la provincia mantenía estrechos vínculos políticos, económicos y hasta matrimoniales con Portugal. Las amplias redes de comercio y de casamientos en aquella región involucraban también a ingleses y franceses, en razón de las intensas transacciones inter atlánticas. Esos lazos ya venían consolidándose desde 1809, cuando Cayena, en Guyana Francesa, fue tomada y anexada al territorio de Pará en mando de D. João VI. Los comerciantes del Grão Pará lucraron mucho con la apertura de los puertos, decretada en el año anterior, y se animaron con la Revolución del Puerto de 1820, en defensa de una Constitución liberal, con el retorno del rey para Portugal.
Mientras que por un lado acompañaba de cerca la política lusitana, la elite de Pará no demostraba mucho interés por lo que acontecía en Rio de Janeiro. En 1820, cuestionó mandar representantes para discutir la nueva Constitución en Lisboa. Tres años después, no envió ni un solo diputado para la Asamblea Constituyente convocada por D. Pedro I en la corte.
La Independencia de Rio de Janeiro, sin embargo, sembró divergencias internas en cuanto al destino del Grão Pará. A ésta altura, muchos comerciantes estaban desilusionados con los rumbos de la política en la vieja metrópolis y si inclinaban en apoyar el nuevo monarca consagrado en Rio de Janeiro. Ante el ultimátum presentado por el comandante Grenfell, la elite se puso de acuerdo y adhirió a la Independencia, en agosto de 1823. Lo que no terminaba la cuestión. La tensión aún presente entre los habitantes de Belém daría origen a un episodio trágico y poco conocido: la masacre del bergantín Payazo.
En las calles de Belém, aumentaban las peleas entre los brasileros nacidos en el país y aquellos considerados como “adoptivos” – los portugueses “enraizados” en Pará. El conflicto llegó a las fuerzas de seguridad locales: insatisfechos con el pago irregular, las tropas “nacionales”, o mejor, de Pará, iniciaron un movimiento para exigir un tratamiento diferenciado en relación a los soldados que venían de las antiguas tropas portuguesas.
El día 15 de octubre, las tropas se dirigieron al patio del Palacio. Después de intentar asaltar el Tren de Guerra (deposito de munición), cercaron la Junta del Gobierno de Pará. Su revuelta iba más allá de la cuestión del sueldo: era en contra de todos los portugueses, y así mismo en contra de todos los extranjeros. Pasaron la noche entre reivindicaciones y acorraladas promesas de los gobernantes.
El día siguiente, los rebelados saquearon varios negocios e intentaron entrar con hachas en las viviendas de comerciantes portugueses e ingleses. La toma de la ciudad fue solamente impedida por la defensa del Tren de Guerra, pues la intención era obtener armas y municiones para distribuir entre la población, que empezaba a tomar parte en el negocio. El día 17, mientras los sublevados se replegaban a sus cuarteles, atracaban en Belém las tripulaciones de navíos, las milicias y los paisanos armados. Ésta fuerza unida restableció el orden.
Para dar fin al motín, el gobierno solicitó auxilio del comandante John Pascoe Grenfell. Él fue inclemente. Cinco líderes de las tropas de Pará fueron presos y ejecutados sin derecho a juzgamiento. Otro preso fue el arcipreste de la catedral de Belém, canónigo João Batista Gonçalves Campos. Llevado para el patio del Palacio de Gobierno, él fue posicionado frente de un cañón para que confesara su participación como “cabeza” de la revolución. Fue salvado por una petición pública de la Junta del Gobierno, en que el obispo local recordaba que explotar su cabeza sería dar un pernicioso ejemplo a las clases “inferiores”, especialmente a los esclavos africanos.
Nunca fue debidamente aclarado el por qué el enviado imperial Grenfell ordenó la ejecución sumaria en plaza pública de cinco brasileros sin culpa formada, una vez que la adhesión a la Independencia ya había sido consumada. Por lo mismo motivo, es difícil de entender tamaña revuelta entre los amotinados. Mandado para el juzgamiento en Rio de Janeiro, el canónigo Batista Campos escribió una amplia defensa de sus acciones. Según él, la Junta que aclamó la adhesión de Pará a la Independencia se hizo “sorda a los clamores de la razón, de la justicia, de la prudencia”, faltando el respecto a una petición firmada por alrededor de “cuatrocientos ciudadanos” que requisitaba la demisión de los empleados civiles y militares que no adhiriesen a la causa brasilera, removiéndolos de la provincia. Los rebeldes de octubre, revueltos con la omisión de la Junta, fueron hasta su casa obligándolo a ingresar en el movimiento. Él afirmó haber intentado controlar la multitud, que gritaba palabras fuertes, como “¡Muerte a los europeos!”
Pedir la salida de los portugueses podría sonar cómo una reivindicación justa y afinada con la causa de la Independencia brasilera. Pero clamar por la muerte de los europeos era algo más bien amplio y radical. Para el mariscal portugués José Maria Moura, comandante de las Armas de la provincia depuesto con la Independencia, el origen de todo estaba en la extrema insubordinación de las tropas, sobre todo en los cargos más inferiores, que, después de la adhesión de Pará, pasaron a hostilizar a los europeos enraizados allí. Aún antes de octubre, algunos oficiales tuvieron la osadía de ir hacia el presidente de la Junta del Gobierno para exigir la expulsión de todos los oficiales portugueses de las tropas de Pará. Éste primer levantamiento fue sofocado, sus cabecillas fueron presos, y luego liberados en razón del clima político favorable a la rebeldía patriótica brasilera. Eso habría aumentado la “osadía” de éstos brasileros que no querrían más ser gobernados, en la política y en las milicias, por extranjeros, especialmente portugueses e ingleses. Parece contradictorio pensar que éstos “patriotas” radicales en verdad tenían como gobernante supremo un emperador portugués de nacimiento. Pero es necesario recordar que, en 1823, la noción de patria aún no era muy bien definida por aquí. Los rebeldes, por cierto, actuaron en defensa de D. Pedro I, suponiendo que él no estaría siendo respetado por la Junta de Pará. Su rebelión era en contra a los gobernantes de Pará de origen extranjero.
La punición al movimiento no terminó con las cinco ejecuciones. Más de cien soldados fueron conducidos a la cárcel, y más de 300 civiles sospechosos de estar involucrados. En la noche del 19 de octubre, muchos presos intentaron romper la cárcel, y fue necesario asentar la artillería al frente de la prisión. En consecuencia de eso, 256 hombres fueron trasladados para los sótanos del bergantín Payazo (el menor tipo de navío de guerra en la época). En cuestión de horas, estaban casi todos muertos.
Algunos relatos dan cuenta de que éstos presos estaban muy inquietos y que los soldados o sus superiores (nunca se supo quienes fueron los mandantes) les tiraron cal para supuestamente tranquilizarlos. Para el mariscal Moura, no hubo masacre. Según él, los prisioneros intentaron amotinarse, lo que obligó a su guardia a abrir fuego en contra de ellos, ocasionando la muerte de 12 personas. Luego, el grupo se habría aniquilado a sí mismo: “Tan extraordinaria fue su desesperación y tan inaudita su ferocidad, que después de estrangular a algunos de sus compañeros europeos, continuaron la misma escena unos en contra de los otros, por casualidad que de los 256 de que 12 murieron por el fuego, solamente 4 quedaron vivos y aún uno bien maltrecho”. En sus palabras, fue un “espectáculo horrendo” ver “desembarcar 252 muertos”, lo que “dejó a todos estupefactos”.
¿Cómo explicar la matanza? Ciertamente ella se relacionaba a la visión de que portugueses y hasta ingleses tenían de los revoltosos de Pará. Más allá de presos, ellos eran una amenaza constante. El mariscal Moura concluyó su testimonio de la siguiente manera: “Se dice que el final de la conspiración era horroroso, que se quería matar a todos los europeos de cualquier nación”. Para portugueses como él, los sublevados de 1823 pretendían mostrar lealtad al monarca Pedro I aniquilando a todos los extranjeros.
La masacre del bergantín Payazo rompió de modo contundente con la adhesión inicialmente pacifica de Grão Pará a la Independencia de Brasil. Luego en octubre de 1823, la posibilidad de una adhesión sin rebeldía se extinguió definitivamente. La provincia viviría una década de turbulencia política, culminando con la Cabanagem (Revuelta en que los negros y mestizos incurrieron en contra la elite política de Pará), movimiento de revuelta que explotó en Amazonia en 1835.
En Grão Pará, el grito “¡Independencia o muerte!” haría derecho a la historia.
Ocho de diciembre
Al recibir la noticia de la Independencia, el gobierno de Pernambuco decidió conmemorarlo en el día de la patrona de Portugal para conquistar el apoyo de la población.
En aquel tiempo, las noticias circulaban lentamente. Así mismo las más importantes. Ya había pasado un mes desde la proclamación oficial de la Independencia de Brasil y Pernambuco todavía desconocía ésta información. El 12 de octubre de 1822, Rio de Janeiro asistía a la proclamación de D. Pedro I como primer emperador constitucional del país. Mientras tanto, en Recife, la fecha era conmemorada solamente por el hecho de ser el aniversario del heredero del trono portugués. A quien continuábamos, creían los pernambucanos, firmemente ligados.
En el final del desfile de las tropas, una multitud se juntó cerca de la Cámara de la ciudad para asistir a la ceremonia en honor al príncipe regente, cuya la fotografía fue colgada al lado de la imagen de su padre, el rey D. João VI. Si en Rio de Janeiro se celebraba la separación de Brasil y Portugal, en Pernambuco se festejaba justamente lo contrario: la unión de los dos reinos. Después de la ceremonia en la Cámara se escucharon tiros de cañones de artillería ubicados en el Largo da Cadeia. El pueblo saludó a D. Pedro efusivamente. Sin saber que, a ésta altura, él era el emperador de un país independiente.
Cinco días después, aún como parte de las conmemoraciones por el aniversario del regente, las autoridades de Recife prestaron juramento de fidelidad al príncipe. La Junta de Gobierno presidida por Afonso de Albuquerque Maranhão (?- 1836), cuestionó la reafirmación tal compromiso por temer focos de resistencia a la autoridad de D. Pedro – que había asumido el gobierno del país después del regreso de D. João VI a Portugal en 1821.
Compuesto, en su mayoría, por señores del ingenio (“personas del mato”), el órgano comandado por Albuquerque Maranhão era conocido como “junta de los matutos”. La Junta anterior, presidida por el comerciante Gervásio Pires Ferreira (1765 – 1836), había sido sustituida, acusada por sus opositores de ser “independiente” y “en contra del príncipe”. Los gervanistas soñaban con el federalismo, una de las banderas de lucha de la Revolución Pernambucana de 1817, intentaba derrocar la emancipación.
Cuestionaban las directrices políticas trazadas por el ministro José Bonifácio (1763-1838), que defendía la concentración de poderes en el gobierno de Rio de Janeiro. Preocupado por los focos de resistencia a D. Pedro, fue el propio Bonifácio quien orquestó los planes para derrocar a Gervásio, enviando a Pernambuco amigos para tejer intrigas que culminaran con la caída de la Junta.
Cuestionaban las directrices políticas trazadas por el ministro José Bonifácio (1763-1838), que defendía la concentración de poderes en el gobierno de Rio de Janeiro. Preocupado por los focos de resistencia a D. Pedro, fue el propio Bonifácio quien orquestó los planes para derrocar a Gervásio, enviando a Pernambuco amigos para tejer intrigas que culminaran con la caída de la Junta.
Una vez en el poder, la “junta de los matutos” escribió un documento dirigido a las Cámaras provinciales exigiendo que convocasen a las autoridades locales para prestar juramento de fidelidad al regente. Aquellos que se rehusasen a hacerlo serían considerados enemigos de Brasil. Las elites partidarias del príncipe procuraron transmitir una imagen positiva de D. Pedro para la población, en su mayoría formada por la una parte de la sociedad (canoeros, artesanos de barriles, vendedores ambulantes). Además de servir de ello entre Brasil y Portugal, él era presentado como una especie de “salvador”, interesado en preservar los derechos de los nacidos en los trópicos. Las medidas para asegurar la autoridad de D. Pedro muestran que, en la época de la Independencia y de la formalización de la ruptura de Brasil con Portugal, el emperador aún no había conquistado la simpatía de todos los ciudadanos de Pernambuco.
La elección del aniversario del imperador como fecha para la proclamación no se dio al azahar. Era común, en aquella época, hacer coincidir eventos políticos con fechas conmemorativas. Así que, después del 9 de noviembre de 1822, cuando las noticias de la Corte por fin llegaron al Norte del país, las celebraciones en torno al emperador y para la Independencia también ganaron una referencia especial. Como no fue posible conmemorar esos eventos en ese momento, los gobernantes resolvieron marcar el homenaje para el día 8 de diciembre. La fecha era tradicionalmente dedicada a la virgen Nuestra señora de la Concepción, patrona de Portugal, muy festejada en Recife y en el interior.
La “junta de los matutos” decretó feriado y la celebración de la Independencia se extendió hasta el día 10 de diciembre. Hubo desfiles de tropas, de las orquestras de los regimientos militares, repique de campanas y salvas de cañones disparados de las fortalezas centenarias. Prisioneros fueron liberados en el intento de mostrar a la población la real clemencia del homenajeado. La población asistía a los festejos entonando canciones cívicas, como la del poeta Manuel Rodrigues de Azevedo, que celebraba el hecho de D. Pedro haya desafiado las Cortes de Portugal y permanecido en Brasil: “Viva el Defensor Perpetuo/Mientras el paso del tiempo, / Que protestó a Europa; / Independencia o morir”. La ciudad quedó iluminada por tres días, una costumbre antigua para exaltar la majestad y expresar la adhesión del pueblo a su gobierno.
El punto más alto de las conmemoraciones acontecería en la Matriz el Cuerpo Santo. En el discurso público de la ocasión, fray Caneca (1779 – 1825), gran orador y uno de los principales involucrados en la Revolución de 1817, elogió la suntuosa fiesta promovida por la Cámara y remarcó la coincidencia de las fechas. “Unir lo temporal con lo eterno”, explicó el, “es mostrarse al mismo tiempo cristiano más devoto y misericordioso y ciudadano más patriota y justo”. Desde la tribuna, el religioso pidió que Nuestra Señora (Virgen de ellos), bendijese a los responsables por la administración y a la familia imperial. Al llegar al ápice de su charla, enumeró las virtudes de los dos homenajeados: la santa y el emperador. En María se veía el don de la gracia “libre de todas las mañanas” y “la gloria de la humanidad”. En D. Pedro, fundador del “imperio constitucional de Brasil”, se reconocía “un don particular de justicia y prudencia” y “la gloria de la sociedad”.
A pesar del entusiasmo de la fiesta, el fray Caneca creyó que era importante hacer una salvación: había una distinción entre el papel de la Virgen y el significado del evento político. Sostuvo que estaban en cuestión lo “femenino” y lo “masculino”, o los seres celestes y los terrenales. Por eso se debía evitar confundir la pureza y la perfección de María, virgen inmaculada, con la imperfección humana de un gobernante.
La Cámara de Recife y la “junta de los matutos” ya venían invirtiendo la imagen del jefe del Estado desde noviembre. Como D. Pedro había conquistado la posición de monarca sin que D. João hubiese muerto, hubo rumores de que él había sido desleal con su padre. Para desmentir esta versión, los partidarios del imperador distribuyeron por las calles un impreso anónimo titulado Una charla política. El texto trataba a D. Pedro como la “cabeza y el corazón del imperio”, y destacaba la importancia “de que todo cuerpo político (…) supiese de este cambio y si reconociese como parte de este mismo cuerpo”.
Así como la celebración de la Independencia sería estratégicamente marcada en el calendario en función del día de la patrona de Portugal, una serie de símbolos nacionales sirvieron para transmitir a la población la imagen de un imperador competente. Alegorías, poemas y músicas se tornaron piezas importantes para la construcción de una imagen positiva de D. Pedro. Canciones con rimas fáciles de poetas desconocidos eran divulgadas en las esquinas de las calles y en las movidas plazas. El “Himno del Señor D. Pedro I”, que dicen haber sido compuesto por el propio emperador el día 7 de septiembre – es hoy conocido como Himno de la Independencia de Brasil -, pasó a ser cantado en casi todos los eventos patrocinados por las autoridades de Recife. El coro emocionaba a los más entusiastas: “¡Brava gente brasilera / Lejos va el temor servil / O quedar la patria libre / O morir por Brasil!”.
Hubo también quienes no estaban de acuerdo con la separación de Brasil y Portugal. Especialmente los comerciantes portugueses y algunos propietarios de tierra que en la época de D. João VI conquistaron beneficios, como títulos y cargos públicos. Éstos también compusieron canciones, pero con el propósito de ironizar la Independencia. En vez de los conocidos versos del “Himno del Señor D. Pedro I”, cantaban: “Cabra gente brasilera / Del gentío de Guiné / Que dejó las cinco llagas / Por los ramos de café”. Así se burlaban de la nación mestiza recién formada y de las nuevas armas imperiales, que mostraban los símbolos nacionales rodeados por ramos de tabaco y café, en el lugar de las tradicionales esquinas del pabellón portugués, representativas de las cinco Chagas de Cristo.
A pesar de ésta crítica, la campaña a favor de la Independencia y del nuevo emperador no adoptaba un discurso de ruptura radical. Ni podría. Al asociar a D. Pedro a la patrona de Portugal, las celebraciones recordaban su ascendencia: se rompía con la vieja metrópolis, pero no con el pasado. Se podía hasta morir por Brasil, pero quien se sentaba en el trono del nuevo país independiente era una rama de la familia real lusitana.
Independencia es libertad
Más que libertar a Brasil, los esclavos bahianos entraron en guerra para conquistar su libertad.
La mayoría de las batallas no se resume a un propósito. Y a veces, un mismo lado de la disputa abriga diferentes objetivos. En Bahía, los esclavos fueron reclutados para luchar a favor de la Independencia. Pero esos soldados buscaban más que liberar Brasil del dominio de Portugal. Empuñaron armas en la esperanza de usar sus servicios de guerra como moneda de cambio para obtener su libertad.
La sangrienta Guerra de la Independencia en Bahía, empezó en febrero de 1822, cuando Portugal nombró el general Inácio Luís Madeira de Melo (1775 – 1835) para el comando de las tropas de Bahía en el lugar de un oficial de Bahía. La sustitución desencadenó la revuelta de la población, de la Cámara y de muchos de los militares de Bahía, que fueron derrocados durante tres días de lucha (desde el 19 hasta el 21 de febrero) y obligados a huir. Al poco tiempo, a partir de la articulación de los grandes señores de ingenio del interior de Bahía, se constituyó el Ejército Pacificador, compuesto de soldados y milicianos que habían dejado Salvador después de la derrota, milicianos locales y batallones provisorios organizados por bahianos patriotas, que luchaban contra los portugueses, y a favor de la Independencia.
Cuando vino la emancipación de Brasil, Salvador continuaba controlada por portugueses. Al ser proclamado emperador en Rio de Janeiro, el 12 de octubre de 1822, D. Pedro declaró su apoyo a los patriotas de Bahía. Envió material bélico, tropas y el oficial francés Pedro Labatut (1768 – 1849), un militar de carrera con experiencia en las guerras napoleónicas e hispano americanas. Tropas de Pernambuco y de Paraíba también vinieron a reforzar el Ejército Pacificador.
La guerra fue larga y cruel. Las tropas portuguesas, atrincheradas en Salvador, recibían refuerzos y víveres por mar, más allá del bloqueo decretado por D. Pedro. Con poco material bélico y sin superioridad numérica suficiente, los patriotas no tenían como tomar la ciudad por asalto. Luego de la llegada de Labatut, Madeira de Melo, comandante de los destacamentos portugueses, atacó el campamento en Bahía de Pirajá. La victoria, el día 8 de noviembre cupo a los patriotas, pero la batalla de Pirajá no cambió el cuadro estratégico de la lucha.
Labatut trató de organizar un ejército bien entrenado. Así mismo habiendo sido indicado por el nuevo imperador, el extranjero que mal hablaba portugués no era visto con buenos ojos por los señores del ingenio de patriotas del interior de Bahía. Principalmente cuando los desafió al proponer el reclutamiento de esclavos, práctica inexistente en la tropas imperiales. Los señores temían que sus esclavos aprovechasen la ocasión para luchar por libertad o por nuevos derechos. En noviembre, después de la batalla de Pirajá, Labatut ordenó reclutar ‘mestizos y negros liberados’ para crear un batallón de libres. También confiscó esclavos pertenecientes a portugueses ausentes (presumidos enemigos) para servir en éste batallón. El Consejo Interino de Gobierno, con sede en Cachoeira y formado por poderosos señores de ingenio, juzgó la medida peligrosa. Se quejó de la creación de un “batallón de negros cautivos, criollos y africanos”, preocupado por rumores de que cualquier esclavo que se ofreciese sería liberado.
En abril de 1823, Labatut, propone a los señores que contribuyesen voluntariamente con esclavos para la guerra. Fue la gota que colmó el vaso: él terminó destituido en mayo y enviado a Rio de Janeiro. Fue juzgado por distintos crímenes – como prepotencia y corrupción -, pero sus opositores no lograron acusarlo de prometer la libertad a esclavos que sirviesen en el Ejército Pacificador. Lo máximo, la libertad estaría implícita en las propuestas del general, o era la conclusión (lógica) de los propios esclavos, que seguramente sabían que había una gran distinción entre su condición y la condición de los soldados (siempre hombres libres).
Sin embargo, la salida de escena del general francés no terminó con el batallón de libres. El mariscal José Joaquim de Lima e Silva, futuro vizconde de Magé (1787 – 1855), que lo substituyó en el comando del Ejército Pacificador, no vaciló en tomar partido de los esclavos soldados que fueron reclutados. Después de la guerra, recomendó al gobierno imperial que se tratase de liberar el “gran número de cautivos” que servían en las fuerzas de bahía.” Siempre les observé las pruebas de valor e intrepidez, y un decidido entusiasmo por la causa de la Independencia de Brasil”, declaró.
Estaba abierto un nuevo campo para la resistencia esclava, y confirmado el temor de los señores del ingenio. Contó un dueño de esclavos que un tal Alexandre, “mestizo, huyó en el tiempo de guerra para el interior de Bahía, y fue para Pernambuco con la tropa de allí”. Maria Rita, criolla, simplemente “huyó cuando las tropas de Portugal se retiraban”, luego de perder. Muchos esclavos se dirigían al campamento de Bahía y eran empleados como criados o para cavar trincheras. Un significativo número de ellos – forajidos o reclutados para el batallón de libres – estaban en el Ejército Pacificador el día 2 de julio de 1823, cuando se conmemoró la victoria de los patriotas. Desde éste momento, la Independencia en Bahía es conmemorada en esta fecha, considerada más importante por el pueblo de Bahía que el propio 7 de septiembre.
El 30 de julio vino la orden de la capital del Imperio: el gobierno de Bahía debería tratar de lograr la libertad de los esclavos soldados. Los señores que no dispusiesen en hacerlo gratuitamente podrían recibir una compensación, así se mantuvo el derecho de propiedad y el principio importante de que la libertad era privilegio exclusivo del dueño de esclavos. Otro decreto de la misma fecha ordenó que los esclavos soldados luego fuesen enviados a Rio de Janeiro. Se temía que la permanencia de ellos en Bahía amenazase la orden esclavista que los señores intentaban reconstruir. Según el cónsul británico, 360 “soldados negros (esclavos)” embarcaron en septiembre.
No se supo cuantos dueños libertaron sus esclavos gratuitamente, ni cuantos insistieron en ser recompensados. Las negociaciones se extendieron en los años siguientes. En 1825, por ejemplo, José Lino Coutinho (1784 – 1836), medico y diputado de las Cortes portuguesas, aceptó 600 mil reis (moneda de ésta época) para libertar dos hermanos, los soldados Francisco Anastácio y João Gualberto. Ya el angolano Caetano Pereira aprovechó la oportunidad a su manera. Él se había alistado voluntariamente el día 9 de junio de 1823 y dado de alta el día 7 de agosto. Pero ni bien supo del decreto imperial, buscó a su ex comandante y lo convenció a alistarlo nuevamente – tanto para protegerlo de su dueño, un portugués, cuanto para facilitar su libertad. Con la ayuda del oficial (que quizás alimentase un odio del portugués), Caetano probablemente conquistó su libertad.
Algunos casos eran más complejos. Joaquin de Melo Castro, conocido como Joaquim Zapatero, declaró haber sido liberado cuando su señor murió, después sirviendo en la guerra a Joaquim Pires de Carvalho e Albuquerque, futuro vizconde de Pirajá (1801 – 1848). El problema es que, conquistada la independencia, Pirajá lo entregó a los herederos de su antiguo dueño. Éstos lo vendieron a un comerciante que se mudó para Rio de Janeiro. En la capital del Imperio, Joaquim huyó y se alistó en la artillería. El comerciante requirió su alta, pero la insistencia del soldado en su condición de libre convenció a las autoridades militares de investigar el caso. Durante éste tiempo, Joaquim participó de la campaña en contra a la Confederación del Ecuador – movimiento de oposición al gobierno de D. Pedro deflagrado en Pernambuco en 1824. Por fin, el gobierno concluyó que él había prestado servicios suficientes y compensó al comerciante, que sin dudas se quedó aliviado al librarse de un esclavo tan difícil de controlar.
La voz de los propios esclavos casi no aparece en la vasta documentación sobre el reclutamiento y la liberación post guerra. Pero ellos ciertamente veían las luchas, y también la Independencia, como medios para conquistar la libertad. En el servicio militar ellos podían mejorar su condición de vida y sacar armas, a veces hasta en contra a sus propietarios.
Cuando el labrador Gonçalo Alves de Almeida fue incitado a ceder un hombre para integrar las fuerzas patriotas, replicó: “¿Qué interés tiene un esclavo en luchar por la Independencia de Brasil?” Se puede arriesgar una respuesta: la promesa de libertad.
Señores de Brasil
Grandes propietarios de tierras y de esclavos formaron una guardia en defensa de D. Pedro I. Su objetivo fue logrado: se perpetuaron en el poder.
En la boca del pueblo, la cuadrilla representaba el temor vivido en Brasil después del regreso de D. João VI a Portugal, el 24 de abril de 1821. Más allá de haber dejado a su hijo Pedro como regente, el soberano, de regreso a la tierra, podría adoptar nuevas políticas centralizadoras, y hasta devolver a Brasil a la condición de colonia.
Se cerraba el antagonismo entre “brasileros” y “portugueses”, hasta que, en diciembre de aquel año, vino de Lisboa una orden que dejó la situación aún más delicada: las Cortes determinaban el regreso de D. Pedro. Si él acatase, todo podría acontecer. Las provincias seguirían cada una su propio camino, o peor, como decía la emperatriz Leopoldina, “una Confederación de Pueblos en el sistema democrático como en los Estados Libres de Norte América”, refiriéndose a la independencia de Estados Unidos, ocurrida en 1776.
La Independencia de Brasil, bajo el comando de D. Pedro I, parecía la única forma de evitar el riesgo de instalación de un régimen republicano por aquí. Pero era preciso tomar una decisión rápidamente, pues las tropas portuguesas amenazaron embarcar el príncipe a la fuerza. ¿Quién podría enfrentarlas? La respuesta cupo a los principales señores terratenientes de Minas Gerais, São Paulo y Rio de Janeiro. Movilizando tropas de milicias, ellos estaban dispuestos a sacar armas para defender D. Pedro. Y fue lo que hicieron.
Paulo Barbosa da Silva, nacido en Sabará Minas Gerais, y Pedro Dias Leme, estanciero en São João Marcos – importante comarca fluminense -, anduvieron por Minas Gerais y São Paulo para conquistar adeptos a la permanencia del príncipe. Trataban con su red de conocidos, que no era pequeña: estancieros, troperos, ganaderos y comerciantes que enriquecieron la economía mercantil de subsistencia desde el siglo XVIII. Éste grupo dominaba las comarcas rurales, ocupando los principales cargos electivos y el directorio de las milicias (fuerzas armadas locales, cuya oficialidad era formada por los mayorales de cada región). Ellos hicieron del poder en el Centro Sur una gran red de familiares.
La articulación obtuvo un importante logro político cuando, el 9 de enero de 1822, D. Pedro declaró en Rio de Janeiro, “para felicidad general del pueblo”, que se quedaba, desobedeciendo las ordenes de las Cortes. Era la primera ruptura. Se iniciaba un año turbulento.
En marzo, la minera Vila Rica decide no obedecer más al príncipe. Dos meses después, D. Pedro parte para Minas decidido a terminar con la revuelta. En el camino, recibe adhesiones de peso: En São João Del Rey lo esperaban los regimientos de Caballería de Milicias de las Comarcas de Rio das Mortes y de Rio das Velhas, listos para seguir con él. El comandante del 10 Regimiento de Rio das Velhas, Pedro Gomes Nogueira, era cuñado de Paulo Barbosa da Silva. En rente a la fuerza representada por los regímenes de Caballería, Vila Rica retrocede.
Pero, en mayo, es São Paulo que se levanta. Ocurre la “bernarda” (revuelta) de Francisco Inácio de Souza Queirós, hombre con gran fuerza política en el oeste de la provincia. Pertenecía a las familias gobernantes de Sorocaba, que eran férreas opositoras de los Andradas y favorables al príncipe, desde que eran tutelados por las Cortes. Una vez más, D. Pedro viaja para enfrentar la revuelta. Una vez más, los grandes propietarios los esperan. A partir de São João Marcos, en el Vale do Paraíba, se forma una Guardia de Honor en apoyo al príncipe. Los “Leales Paulistas” y los “Leales Mineros”, como se auto denominaban éstos milicianos, también marchan para Rio de Janeiro con el objetivo de juntarse en defensa de D. Pedro. Más de dos mil hombres se apostan en Santa Cruz, en Rio, listos para enfrentar la División Portuguesa. Otros van para São Sebastião y Mangaratiba, a la espera de un posible desembarque marítimo portugués.
En São João Marcos, esperaban al príncipe los hermanos del coronel Pedro Gomes Nogueira: los caballeros Cassiano y Luís. El padre de los tres, Hilário Gomes Nogueira, minero de Baependi, (primo de Manuel Jacinto Nogueira da Gama, “el Baependi”, uno de los grandes articuladores de la Independencia), hospeda en sus estancias a D. Pedro y los leales paulistanos y mineros. Y la participación de la familia no termina ahí: entre los yernos de Hilário se destaca el sargento mayor Brás de Oliveira Arruda, uno de los más poderosos estancieros del Valle, dueño de más de 300 esclavos. En el inventario de sus bienes, fue declarada una riqueza de 360 mil contos de reis (moneda de aquella época), libres de deudas, lo que representaba tres veces y media el capital de apertura del Banco do Brasil, en 1808. Sus estancias en Bananal también sirven de base para los milicianos.
Uno de los primeros en alistarse en la Guardia de Honor fue Joaquim José de Sousa Breves. Éste hombre, en la época un muchacho de dieciocho años, representaba los Moraes Breves, la principal familia gobernante del Centro Sur durante todo el siglo XIX. En el Segundo Reinado, él se tornaría unos de los más grandes propietarios de tierras y de esclavos de Brasil. Quedaría conocido como “El Rey del Café” y sus estancias, como “Reino de la Marambaia”.
Después de arribar a Bananal, São Paulo, D. Pedro sigue para Areias, donde se incorporan a la Guardia João Ferreira de Souza, dueño de la estancia Pau D’ Alho, y su hijo Francisco. El príncipe es recibido en Lorena por el capitán mayor Ventura José de Abreu, y en Guaratinguetá, por Manoel José de Melo, señor del ingenio Conceição, con sus más de 33 mil hectáreas (o 33 mil campos de fútbol). Ventura, Manoel y Brás tenían sociedad en negocios de mulas, caballos y bueyes. Entre los años 1816 y 1817, los tres respondían por el 70% de los animales comercializados para Rio de Janeiro.
La llegada a São Paulo se dio el día 25 de agosto a la noche y en silencio, pues había amenazas de un atentado en contra del príncipe. Su presencia fue fundamental para evacuar la bernarda de Francisco Inácio. Después estuvo en Santos, para dar posesión al nuevo comandante de Armas. Entonces recibió una correspondencia urgente del mensajero Paulo Bregaro, que usara 12 caballos para venir al galope desde Rio: eran cartas de Portugal (reforzando la orden de embarque del príncipe), de José Bonifácio y de la princesa Leopoldina (ambos aconsejándolo a no cumplirla). Llegaría el momento de la Independencia .
Era el famoso 7 de septiembre. Décadas después, llamado a retratar el momento, el pintor Pedro Américo se vio en frente a una dificultad: la Guardia de Honor era formada por milicianos sin trajes específicos. Para componer la escena histórica, decidió uniformizarlos. Ésta militarización la eternizó como una guardia oficial, algo bien distante de lo que realmente fue: la Guardia era fruto del apoyo de los señores de la tierra a la Independencia, con el mantenimiento de los Bragança en el trono brasilero. Aquellos hombres no querrían cambios. Lo que explica la adhesión de tantos poderosos a la defensa personal de D. Pedro.
Era el famoso 7 de septiembre. Décadas después, llamado a retratar el momento, el pintor Pedro Américo se vio en frente a una dificultad: la Guardia de Honor era formada por milicianos sin trajes específicos. Para componer la escena histórica, decidió uniformizarlos. Ésta militarización la eternizó como una guardia oficial, algo bien distante de lo que realmente fue: la Guardia era fruto del apoyo de los señores de la tierra a la Independencia, con el mantenimiento de los Bragança en el trono brasilero. Aquellos hombres no querrían cambios. Lo que explica la adhesión de tantos poderosos a la defensa personal de D. Pedro.
A partir de aquella fecha, los estancieros del Sudeste asumían el comando de la nación.
A gusto del cliente
La independencia de Brasil en 1822 fue un juego político, una maquinación de elites centradas en Rio de Janeiro, restó en la memoria nacional como la cuenta de dos más dos; resultado cierto y sin contestación. El hecho es que, a diferencia de lo que determinan ciertas interpretaciones históricas oficiales, la emancipación monárquica no se presentaba como la única salida; existían otras guardadas en bolsillos distintos.
Comparado al resto de América, el modelo defendido para Brasil era una excepción en medio a un contexto marcado por la Doctrina Monroe, enunciada por el presidente de los Estados Unidos, James Monroe (1758 – 1831), que defendía “la América para los americanos”, oponiéndose al colonialismo europeo y a favor de los regímenes republicanos. La “vía brasileña” implicó un movimiento conservador, que evitó medidas radicales que provocasen convulsiones o desestructurase pilares estables, como el latifundio, monocultor y la mano de obra esclava.
Es cierto que no existe Historia de lo “se”, pero es siempre posible reflexionar sobre cómo se “naturalizan” ciertos destinos. Las representaciones pictóricas de acontecimientos históricos, por ejemplo, evidencian las estrategias para hacer parecer natural lo que no pasa de elección política. Toda tela relee, traduce y sugiere significados, más aún cuando se trata de pinturas históricas financiadas por los propios gobernantes. Es éste el caso de la obra “Proclamación de la Independencia”, de autoría de François-René Moreaux (hoy perteneciente al Museo Imperial, en Petrópolis, en Rio de Janeiro). El cuadro no fue realizado en ese momento, fue pintado en 1844, hecho atestiguado por la firma y por la fecha en la tela.
Moreaux, nació en 1807 en Rocrov, Francia, y se especializó como pintor de Historia y de paisajismo. Los dos géneros eran muy estimados en la Academia de Artes francesa. Convivían de manera hasta harmoniosa en el contexto del siglo XIX, marcado por el romantismo y por la exaltación de las particularidades nacionales. El género de Historia era considerado moralmente más elevado, una vez que retornaba a las virtudes clásicas y se dedicaba a temas nobles. Sin embargo, el paisaje y las carpetas de fotos pintorescas se ponían de moda. El viaje se transformaba en una salida para el europeo en búsqueda de nuevos repertorios artísticos, sociales y culturales. El paisaje brasilero exótico servía, por lo tanto, como una gran vidriera.
El recorrido de Moreaux sería parecido a las de otros pintores franceses que, a ejemplo de la colonia de artistas que llegó a Brasil em 1816, vieron en éste país tropical la oportunidad de “hacer la América” y obtener algún dinero, pero también de ampliar perspectivas y paisajes. El país tenía fama de ser un paraíso natural, y de, por cuenta del sistema monárquico, guardar cierta calma, sobre todo frente de la “anarquía” reinante entre los vecinos latinoamericanos. Por otro lado, la posición de “pintor de la Corte” era conocida y estimada. No pocos extranjeros se pelearon para lograr tal honor, inclusive en ésa monarquía tropical.
El pintor llega a Brasil en 1838, junto con su hermano Luís Augusto, en el año de fundación del Instituto Histórico y Geográfico Brasilero, y en el contexto final de la revuelta de Sabinada en Bahía. Moreaux se establece primero en la provincia de Pernambuco, después se instala en Bahía, y en 1841 llega finalmente a Rio de Janeiro, destino de buena parte de los artistas extranjeros que arribaban al país. En la Corte tendrían más oportunidad de capitalizarse y hasta de transformarse en pintores de la Casa Imperial.
En éste mismo año, el artista tendría la oportunidad de asistir al ritual de Consagración y Coronación de D. Pedro II, famoso por la pompa y ostentación. Desde 1841 hasta 1844, el artista sería testigo de las estrategias del Segundo Reinado para enraizarse y garantizar cierta unidad. En 1842, es firmado en Italia el casamiento del emperador con Teresa Cristina de Nápoles. En 1843 se da el matrimonio, en Rio de Janeiro, de D. Francisca, hermana de D. Pedro, con el príncipe de Joinville (François d’Orléans). La llegada de la emperatriz Teresa Cristina ocurriría en el mismo año. En 1844, D. Januária, otra hermana de D. Pedro, pasa a firmar como señora del conde D’Aquila: un Bourbon de Dos Sicílias y hermano de Teresa Cristina. La monarquía brasilera tornaba, así, más sólidos los vínculos con las otras realezas europeas y se teñía de occidental, a despecho de reinar en un país de mestizos.
La tela de Moreaux representaba el exacto momento en que el príncipe D. Pedro I proclama la Independencia de Brasil. Tal cual una estatua ecuestre, inmóvil en el gesto que procura dar inmortalidad al acontecimiento de la fecha, el futuro emperador, con la mano derecha erguida, segura y agita su sombrero bicorne. El artista juega luz en D. Pedro y en su caballo, elevado ligeramente a real figura, con el objetivo de destacarla de las otras. Al fondo estarían los bosques que están en las orillas del Río Ipiranga. Sin embargo, la obra debe mucho más a la imaginación de lo que a la realidad. Era sabido que las pinturas académicas deberían inspirar moralmente más que pretender retractar la realidad objetivamente.
Pero, en éste caso, el modo idealizado como la escena es retratada es casi embarazoso. El ambiente poco se parece con Brasil, si no fuesen las pocas palmeras debidamente sombreadas en el fondo de la tela. La luminosidad del cielo es también bastante rebajada, a ejemplo de otros pintores de formación académica y de origen francés, que manifestaban igual dificultad en retractar el azul luminoso de los trópicos .
La población que está alrededor de D. Pedro I también contribuye para el aspecto idealizado del cuadro. Los elementos del Ejército se asemejan a estatuas, inmóviles, mientras que el pueblo se mueve mucho: los figurantes se congratulan, saludan, cambian abrazos, corren… siempre de forma a saludar al acto memorable de D. Pedro.
La población que está alrededor de D. Pedro I también contribuye para el aspecto idealizado del cuadro. Los elementos del Ejército se asemejan a estatuas, inmóviles, mientras que el pueblo se mueve mucho: los figurantes se congratulan, saludan, cambian abrazos, corren… siempre de forma a saludar al acto memorable de D. Pedro.
No hay negros, y mucho menos indios, en la representación supuestamente a las orillas del Ipiranga. Los otros personajes que componen la escena – un muchacho que corre, las mujeres con sus velos negros cubriéndose los hombros, hombres con bombachas y muchachas con polleras acampanadas - se parecen a la población rural de Europa debidamente transportadas a los trópicos por Moreaux.
Con el objetivo de evitar la imagen de un Imperio de esclavos, los cautivos quedaron alejados de la pintura. También no sería posible enfatizar la idea de un monarca “civilizado”, si éste pareciese cercado de mestizos y de negros. Es posible reconocer en la representación un país blanco, hasta italiano, a la similitud de los casamientos reales promovidos por la monarquía brasilera.
En el punto máximo, se vislumbraba un personaje un poco moreno, que se parece más un gaucho, o algún tipo inspirado en los pampas argentinos, como si la representación perdiese cualquier contorno geográfico. Al revés, la frontera nos parecer plenamente imaginaria. Los otros circulantes, sobre todo aquellos iluminados por la luz fuerte que el artista tira hacia el cuadro, son blancos en sus cabellos, en los colores, prendas y costumbres.
La tela parece haber sido coronada de éxito. Luego de presentarla a la familia imperial, Moreaux se acerca definitivamente a la Corte, y por cuenta de su cuadro “Coronación de S.M. el Sr. D. Pedro II” sería contemplado con el hábito de Cristo.
Dice el crítico de arte Michael Baxandall que el artista hace su público, pero el público también hace sus artistas. Moreaux expresó visualmente, para una población mayormente analfabeta, la versión que las elites de Rio de Janeiro tenían y difundían acerca de nuestra emancipación y de nuestro Imperio. La tela resumía las aspiraciones de civilización y los pronósticos de una monarquía segura en sus destinos. Nada más reconfortante para un imperio cercado de repúblicas por todos los lados: un rey blanco de ojos celestes, líder de una población negra y mestiza, debidamente camuflada. Dice el historiador Evaldo Cabral de Mello que la Historia es como la casa del señor; tiene muchas puertas y ventanas. En el caso de ésta tela, se cerraban todas las ventanas, y una sola entrada era permitida o mantenida abierta.
Por fin, teníamos en la pintura un rey altivo y destacado de sus súbditos, inmóvil e inmortalizado, como un buen monarca seguro de sí y de su imperio
Un pie allá otro acá
Piauí se dividió entre los que querrían permanecer ligados a Portugal y los que defendían la adhesión a Rio de Janeiro
La noticia del Grito del Ipiranga no demoró a llegar a Piauí. Ya el 30 de septiembre el juez de afuera de Parnaíba, João Cândido de Deus e Silva (1787 – 1860), instala la Junta de Gobierno de la provincia para proclamar D. Pedro emperador. Y argumentaba: “La mejor, la mayor, la más rica, la más poblada parte de Brasil se ha declarado en favor de la causa de la independencia; ¿Cómo persuadirnos de que el resto no siga la misma causa?” ¿O querrán los pueblos mirar a sangre fría su país dividido, siguiendo el sur un sistema el norte otro?
La Junta, dominada por el partido portugués, respondería que si, como dejó claro en el oficio enviado el 14 de enero de 1823 al mariscal Labatut. En él se afirma que Piauí, Maranhão y Pará tendrían mayores ventajas en la unión con Portugal de lo que con Rio de Janeiro, pues las comunicaciones eran más fáciles con Lisboa, y los bienes que producían se vendían más fácilmente en Portugal de lo que en Rio. Para la Junta, en caso que la provincia adhiriese a D. Pedro, estaría cambiando la dependencia de Portugal por la de Rio de Janeiro, que le parecía menos ventajosa.
La argumentación era sin sentido. Piauí, con solamente 70 mil habitantes y pequeños núcleos urbanos, el mayor de los cuales eran Oeiras, capital de la provincia, y la Vila da Paraíba, su único puerto marítimo, tenía como base de la economía sus enormes rebaños. Exportaba cuero para Portugal, pero los grandes mercados para su ganado eran Maranhão, Pernambuco, Bahía y, sobre todo, Minas Gerais.
Pero Deus e Silva no se quedo a la espera de la reacción de la Junta. Con otros patriotas, se sobrepuso, en Paraíba, al partido portugués y proclamó, el 19 de octubre de 1822, la adhesión a la Independencia. La Junta de Oeiras reaccionó prontamente y, para reconducir la Villa a la obediencia, envió contra ella al gobernador de Armas, el mayor portugués João José da Cunha Fidié (? – 1856). A sus tropas se sumaron otras, venidas de Maranhão y el brigue de guerra D. Miguel. Sin condiciones de resistir, los patriotas abandonaron la Villa y se refugiaron en Ceará. Un grupo de ellos, comandado por Leonardo de Carvalho Castelo Branco (1788 – 1873), volvería a Piauí, para tomar por las armas a Piracuruca y declarar, el 22 de enero de 1823, la adhesión del pueblo a la Independencia. Y repitió el hecho, dos semanas después, en Campo Maior.
Ese Leonardo – que, en cumplimiento de la promesa, al salir de la cárcel cambiaría el nombre para Leonardo da Senhora das Dores Castelo Branco – fue, a pesar de romántico por el temperamento y profundamente católico, un iluminista tardío. Poeta, filósofo y científico, inventó una máquina para descarozar el algodón y otra con que pretendía tener resuelto el problema del moto contínuo. Entre sus obras constan “Memória acerca das abelhas da província do Piauí e Astronomia e mecânica leornardina”, hasta hoy inéditas, y los poemas “O santíssimo milagre, A criação universal e O ímpio confundido” trabajos de ambición y aliento, el segundo com más de cuatro mil versos y el tercero, con casi 6.500. Filosofaba en versos. En versos condenó a la esclavitud. Y en versos se reveló un excelente animalista.
Con Fidié en Paraíba, los partidarios de la Independencia, en la madrugada del 24 de enero, conmovieron de sorpresa a Oeiras, proclamaron la adhesión a la Independencia y eligieron un nuevo gobierno provincial, teniendo en frente al mariscal Manuel de Souza Martins (1767 – 1856).
Fidié se encaminó para la capital. Y el 13 de marzo, junto al Río Jenipapo, a la altura de Campo Maior, se encontró con un ejército improvisado que Sousa Martins, el futuro vizconde de Parmaíba, mandara en contra a él. Los portugueses ganaron la batalla, pero en ella perdieron el equipaje con las armas, munición y botiquines.
Inseguro en un ambiente que le era crecientemente hostil, dos semanas después Fidié abandonó Piauí y se instaló en Caxias, en Maranhão. Los ciudadanos de Piauí salieron atrás de él y, sumados a las tropas de Ceará y de Pernambuco, más allá de Maranhão partidarios de la Independencia, sitiaron la ciudad donde se abrigaron. El mariscal terminó por rendirse el 10 de agosto, haciéndolo prisionero y llevado primero para Oeiras y después para Rio de Janeiro, de donde sería deportado a Portugal. Con su derrota, debilitó el partido lusitano, y la adhesión de Piauí a la Independencia se tornó irreversible.
Leonardo da Senhora das Dores Castelo Branco, uno de los líderes independentistas más activos y valientes, supo de la Victoria en la cárcel del Limonero, en Lisboa. Fue preso por los portugueses el 10 de marzo y enviado a hierros para Portugal. Amnistiado en septiembre, regresó a Piauí, donde se involucró en la Confederación del Ecuador. Se refugió entonces en Lisboa y allí vivió hasta 1850, cuando volvió a Brasil. Después de vivir en Maranhão, en Bahía y en Rio de Janeiro, terminó sus días en Piauí, con 85 años.
La idea de Republica en el imperio de Brasil
Se engaña quien piensa que las ideas republicanas en Brasil surgen en torno de la proclamación de la República. El proyecto de institución de una República Federativa ya estaba presente en el escenario político del Primer Reinado (1822 – 1831), así como en el período de las regencias (1831 – 1840), anterior al 15 de noviembre de 1889.
La palabra república poseía significados muy diferentes en la primera mitad del siglo XIX. En primer lugar, de acuerdo con la herencia del Antiguo Régimen, sería aún asociado a la identificación de un territorio regido por las mismas leyes, o sometido al mismo gobernante, independiente de la forma de gobierno. En segundo lugar, la idea de república también era comprendida como la precedencia del bien común y la prevalencia de la ley y de la Constitución sobre los intereses individuales. En tercer lugar, el concepto de república denotaba el gobierno electivo y temporal. Así expresaba el diario fluminense Nova Luz Brasileira en el artículo del 9 de julio de 1831. “La Nueva Luz quiere que el Pueblo Brasilero tenga seguridad (…) que no debe confiar en un mandatario, cuyo poder no es revocable y temporario”.
La apología de la república como forma de gobierno era considerada delito por la Constitución de 1824, por la ley de prensa de 1830 y por el Código de Proceso Criminal de 1832. Tales situaciones legales vergonzosas explican la utilización de varios recursos para definir o alabar a la república. Por ejemplo, diarios republicanos de distintas provincias del Imperio eran transcriptos en los periódicos de la Corte. Con eso, se pretendía demostrar no sólo la extensión de sus ideas, como así también huir de la responsabilidad legal sobre los principios proclamados. Otro recurso sería descalificar o ridiculizar los rituales monárquicos, como la ceremonia de besar la mano del Emperador o la concesión de títulos y honores. Pero el expediente más usado, por parte de los diarios republicanos, era el empleo de expresiones como “monarquía americana” o “sistema americano” para designar el concepto de república. Opuestamente, el gobierno heredado y vitalicio sería denominado como “monarquía europea” o “sistema europeo”.
Curiosamente, el argumento a favor de la instauración de la República en Brasil no recaía en la historia o en el pasado, pero si en la geografía, es decir, en pertenecer al continente americano. De la misma manera, la ausencia de aristocracia en América señalaba la especificidad del continente y tornaba a la monarquía incompatible con el Nuevo Mundo. En 1831, el diario Fluminense “O Tributo do Povo” se extrañaba de la permanencia de la monarquía en Brasil en medio a tantas repúblicas en América. “Recuérdense que lejos de Europa, América camina sobre una vereda bien diversa (…), y que si ahora existe en Brasil la anomalía de un trono, ésto no es el fin de los Brasileros”.
En el inicio del siglo XIX, los periódicos republicanos no defendían la abolición inmediata de la esclavitud africana. El tema de la república asociado a la liberación de los esclavos evocaba la experiencia reciente de la Revolución de Haití (1791 – 1804), donde ocurriera una revuelta esclava de la cual se procuraba mantener una distancia.
Ya los deseos federalistas, o la garantía de la descentralización política y administrativa, animaban el ideal republicano. Sin embargo, no siempre la federación sería sinónimo de república. En Pernambuco, la autonomía provincial tenía primacía sobre la forma de gobierno, desde que la monarquía fuese “auténticamente constitucional y preservase tales franquicias”. Tales ideas culminan en la proclamación de una república confederada apoyada por Ceará, Paraíba y Rio Grande do Norte – la Confederación del Ecuador. Luego de cuatro meses de embates, el movimiento fue aniquilado por la violenta represión de las tropas imperiales.
Asociado o no a la república, el clamor federalista rondaba las revueltas del período de la regencia. A pesar de sus especificaciones, muchas denunciaban la centralización política y administrativa como responsables por la opresión fiscal. Que acarreaba los recursos para Rio de Janeiro, también como por la incitación de conflictos entre los liderazgos políticos locales y los presidentes de provincias nombrados por el gobierno central.
En 1837, Francisco Sabino Vieira (1797 – 1846), líder de la Sabinada (1837 – 1838), en sus artículos en el recién fundado “Novo Diário da Bahia”, refuta la inoportunidad de la república como forma de gobierno para el país y defiende que la autonomía de la provincia justifica la defensa de la instauración de la República Baiense – aún que el nuevo régimen sólo debiese ser mantenido hasta la mayoría de edad del futuro emperador. Ya que la Guerra dos Farrapos, en Rio Grande do Sul (1835 – 1845), tuvo una mayor duración. El acuerdo de paz finalmente incluyó, además de los cambios tarifarios exigidos, el derecho a elegir el administrador local.
El tema de la República ganaría un nuevo impulso en la década de 1870, con la divulgación del Manifiesto Republicano en Rio de Janeiro. El documento atacaba las instituciones políticas del Imperio, el Poder Moderador, el carácter vitalicio del Senado. El republicanismo del final del siglo dislocaba entonces su ejido para las provincias del centro sur del país, como Rio de Janeiro, São Paulo, Minas Gerais. Aún así, el movimiento era heterogéneo. Rio de Janeiro, aglutinaba sectores medios urbanos, más atentos a la defensa de las libertades y derechos individuales, a la representación política y, particularmente, entre algunos líderes como José do Patrocínio (1854 – 1905), a la lucha por el fin de la esclavitud. Ya en São Paulo, la campaña republicana congregaba, en su mayoría, productores de café, para los cuales la instauración del federalismo republicano significaba colocar el gobierno provincial al servicio de sus intereses.
Muchas opiniones, diferentes conceptos, proyectos distintos. Pero al final del siglo XIX, la república dejaba el mundo de las ideas para tornarse una realidad posible.
Un radical a hierro y fuego
Los republicanos no tenían en el horizonte ninguna revolución, antes, esperarían por la reforma y vivirían en paz con la Monarquía, mientras ésta durase. Por lo menos era así que pensaba Saldanha Marinho, uno de los fundadores del Partido Republicano. Pero estaban aquellos más radicales que, especialmente entre 1888 y 1889 incendiaban audiencias con sus discursos en contra a la Monarquía, en las reuniones y en la prensa.
Uno de éstos radicales fue Antônio da Silva Jardim, nacido en 1860 en el interior de Rio de Janeiro, hijo de un profesor de pocas posesiones, que se esforzó para enviar al hijo para el curso secundario en Niterói. En 1878, Silva Jardim ingresa a la facultad de Abogacía de São Paulo y aún cuenta con la ayuda del padre para costear los estudios, además de dar clases de portugués en un colegio privado para complementar su renta.
La vocación de polemista de Silva Jardim comenzó temprano, ya en el primer año de la facultad. Aún estudiante, escribió sus primeras obras: Idéias de Moço (1878); Gente do Mosteiro (1879), obra en la cual acusa los compañeros de ser autoritarios y elitistas; y Crítica de Escada Abaixo (1880), en el que busca incursionar por el camino de la crítica literaria, sin mucho suceso.
En 1880 se aproxima de los Andradas por medio del enamoramiento y casamiento con Ana Margarida, hija del concejal y jefe del Partido Liberal, Martin Francisco de Andrada, lo que le rinde un empleo en “A Tribuna Liberal”. Ya republicano, alega que su participación en el diario monarquita no es de orden política, pero sí de crítica literaria, y que, por lo tanto, no sería incompatible con sus convicciones.
La convivencia con los Andradas resultó posteriormente en una indicación para ser profesor del Curso Adjunto a la Escuela Normal, finalmente garantizando su independencia financiera. En 1885 Silva Jardim se mudó para Santos, donde llegó a ser propietario de una escuela secundaria. En esta ciudad empezó a ejercer la abogacía, pasando a defender esclavos y a participar activamente de la campaña abolicionista y republicana. En enero de 1888 debuta como gran propagandista, en una reunión, en Santos realizada en solidaridad a los intendentes de São Borja (RS), destituidos del cargo después de la moción crítica a las perspectivas del Tercero Reinado y, desde entonces su única actividad y se torna la propaganda republicana.
Abolicionista convicto, Jardim sufría una fuerte influencia del Positivismo, más allá de romper con la ortodoxia. Sus ideas discordaban de la línea defendida por el Partido Republicano, explicitada en el Manifiesto de 1870: defendía la dictadura republicana, una presidencia fuerte, y no veía con simpatía la defesa extrema de la descentralización política – y de la federación, por lo tanto. Sostenía también que la vía parlamentar no podría ser despreciada en la lucha por la República, pero creía que no sería por ese medio que se daría la victoria. Insistía en la realización de conferencias, reuniones, comicios populares. Veía la propaganda como el alma del movimiento y a sí mismo como un tributo clamado directamente a las masas, movilizando el sentimiento popular de aversión a la Monarquía – una mezcla de Desmoulins y Danton. Las conferencias de Jardim se cerraban, casi siempre, con la Marsellesa, originalmente un canto de guerra revolucionario que se transformara en el himno nacional francés.
La necesidad de convocar “al pueblo” aproximaba a Silva Jardim de ideas democráticas. Defendía la integración del negro y del blanco, que pasarían a ser ciudadanos iguales en un régimen republicano; luchaba en contra del límite censatario en la elecciones, afirmando no ser posible basar la ciudadanía en un criterio de renta que consideraba electores apenas al 0,8% de los habitantes del país. Por otro lado, veía la importancia de congregar intereses diferenciados bajo el “paraguas republicano”, de ahí la alianza con sectores más conservadores del movimiento, muchos de los cuales desilusionados con la Monarquía post abolición.
La movida popular era importante para preparar lo que Jardim llamaba Revolución, entendida no como las “cuarteladas” inspiradas en caudillos suramericanos o en guerra civil, pero si com una movilización permanente de la población y en su presión sobre el trono. Solamente así la República miraría El ejemplo más acabado de esa revolución esperada era el movimiento que llevó a la abdicación de D. Pedro I, en 1831.
A mediados 1888, Jardim emprende su primera excursión de propaganda, recorriendo 27 ciudades en menos de un mes, llevando la palabra republicana al norte y oeste de São Paulo y parte de Rio de Janeiro. En la mayor parte de los lugares encuentra receptividad y percibe que ésta aumenta notablemente el 13 de mayo, lo que atribuye a la traición perpetrada por la Monarquía en contra a los propietarios de esclavos. Afirma que la adhesión de los estancieros a la causa republicana podría ser justificada por la superioridad de la República y por el bien que traería al país.
Finalmente, decide mudarse para la Corte y participa activamente de la campaña republicana. Su acción es descalificada por abolicionistas como Joaquim Nabuco, que acusa a los agitadores republicanos de traicionar la abolición y fundar la República en la injusticia, porque era basada en la defensa de la esclavitud.
La crítica era dura a Jardim, que tenía orgullo de tener el nombre grabado en el Quilombo de Jabaquara en São Paulo y de haber actuado como abogado de esclavos. Pero, para él, en la República todo valía, lo que justificaba la alianza con esclavistas desilusionados. Si hasta mayo de 1888 Jardim era aplaudido y mantenía buenas relaciones con el movimiento abolicionista, no se puede decir lo mismo del período posterior. Sus predicaciones en defensa de la república se tornaron un punto preferencial de la “Guarda Negra” – una milicia formada por liberados después de la abolición para defender a la monarquía; sus reuniones se tornaron acciones de riesgo, con interrupciones frecuentes y ocasionando hasta muertes. En cierto hecho, Silva Jardim llegó a sacar el revólver en medio del tumulto. En Bahía, huyó para no ser linchado por una multitud que gritaba “¡maten a Jardim!”, y pasó a ser visto con desconfianza por muchos negros.
Para él, era un error contraponer República y Abolición. La cuestión era de “calendario”: una vez hecha la Abolición, como tentativa de la Monarquía de sustentarse y viabilizar el Tercer Reinado, se trataba ahora de dar el golpe final en el régimen agonizante, no de prolongar la agonía. La instrumentación del sentimiento de revuelta no significaría apoyar medidas esclavistas en un eventual régimen republicano. La obra de la Abolición solamente podría completarse con la República, que tornaría a todos ciudadanos. Es en ese contexto que se colocan las polémicas con Joaquim Nabuco y José do Patrocínio, éste último republicano histórico convertido a la causa monárquica después del 13 de mayo.
También en el campo republicano Jardim enfrentaba problemas. El movimiento y el partido, en especial, enfrentaban una división desde hace tiempos. Cuestiones como federalismo, separatismo, involucramiento militar en el proceso eran motivos de divergencias entre los republicanos. El grupo mayoritario del partido, del cual hacían parte Bocaiúva y Saldanha Marinho, también Campos Sales y Prudente de Moraes, seguía fiel a los principios del Manifiesto de 1870, defendiendo el federalismo, la república liberal y la vía evolucionaria para la toma del poder. El conflicto entre los que defendían la revolución y los que eran partidarios de la evolución se fortaleció a partir de 1888, con Silva Jardim asumiendo el liderazgo de los llamados revolucionarios y con Quintino Bocaiúva representando la línea evolucionaria.
Jardim era importante por la acción individual que producía en sus reuniones y artículos en la prensa, más allá de tornarse elemento peligroso al promover la revolución e estimular los ánimos de la población. Por eso, precisaba de un “encuadramiento”, que vino con las acciones de la cúpula del Partido Republicano. En octubre de 1888, durante su Congreso Federal, el partido orientó a los propagandistas para que la “predicación” republicana fuese más cautelosa para no provocar mayores incidentes con los partidarios de la Monarquía, cuyos ánimos estaban muy exaltados. Sin embargo, Jardim la desconsideró e intensificó sus ataques al régimen. El clímax llegó en diciembre, en conferencias proferidas en Rio, en las cuales hubo enfrentamiento entre los republicanos y la “Guarda Negra”. La propia organización de la reunión había sido cuestionada por la dirección del Partido Republicano, que se había negado a apoyar el encuentro. Jardim se defendió en una carta abierta, colocándose a frente del movimiento y preparando su candidatura a la presidencia del Partido.
En mayo de 1889, él es derrocado y Quintino Bocaiúva asume la jefatura del Partido Republicano, provocando la ruptura de Jardim con la nueva dirección, lo que llevó al aislamiento y al alejamiento de la conspiración que propició la proclamación de la República. Apoyos a Jardim venían desde Pernambuco, Rio Grande do Norte y de sectores de Rio Grande do Sul, Minas, Bahía y São Paulo. Más allá de que la mayor parte del partido prestaba solidaridad a Bocaiúva, reconociéndolo como el líder de los republicanos y acusando a Jardim de “jefe de la disidencia”.
A pesar del aislamiento, Jardim continúa la propaganda, planeando una reunión en contra del gabinete Ouro Preto – recién asumido el cargo y último del Imperio – y un viaje para el norte del país en el mismo vapor del Conde D’Eu, marido de la princesa Isabel y que enfrentaba duras campañas contrarias en esos años finales de la monarquía. El Partido Republicano desautorizó la organización de la reunión y Jardim retrocedió, pero mantuvo el viaje.
El Conde D’Eu planeaba su viaje hasta el Amazonas, pero Jardim pretendía parar en Pernambuco, donde tenía fuertes aliados. El viaje fue considerado provocación por el partido, que, se benefició de los tumultos ocurridos en Bahía. En Recife, los republicanos lanzaron un manifiesto el 19 de julio, marcando una cumbre en la plaza pública. Los monarquistas amenazaron con arrojar a la “Guarda Negra” sobre los republicanos. El clima quedó tan pesado que el jefe de la policía local asumió un documento en que afirmaba no poder garantizar el orden en la ciudad. La reunión fue cancelada, pero los republicanos cantaron victoria: la falta de garantías por parte de la policía mostraba la pérdida de control de la Monarquía. Cancelada la conferencia, Silva Jardim decidió interrumpir el viaje. Acreditaba que cualquier incidente podría perjudicar el movimiento republicano y su posición, pues nuevas reuniones podrían ser vistas como señal de imprudencia y radicalismo estéril.
De vuelta a Rio de Janeiro, Jardim retomó sus actividades periodísticas. Las victorias traídas del norte no fueron suficientes para que participase de los planes para la proclamación de la República. Fue llamado sólo a último momento para “excitar las masas”. En la Cámara Municipal asistió a Patrocínio, reconciliando con la República, la proclama “oficialmente” (cupo al Concejal más joven al anuncio de la caída de los gabinetes).
Las elecciones para la Asamblea Constituyente marcaron una derrota más de Jardim: concurriendo por Rio, vio su lista compuesta por republicanos históricos ser superada en las urnas por otra, articulada por Deodoro. Disgustado con los rumbos del nuevo gobierno, viaja para Europa. En una carta a Alberto Torres, de marzo de 1891, hace un análisis de la situación política brasilera y se queja del “autoexilio”. Así mismo, manifiesta el deseo de volver a participar de la política del país. No hubo tiempo para eso. El 10 de julio de 1891, en excursión al Vesubio, Jardim fue tragado por una grieta abierta en el suelo inestable. Muerto, fue apropiado como símbolo por la República y ganó de José do Patrocínio, antiguo adversario, su más famoso epitafio: “bella sepultura el volcán, extraordinario destino el del gran brasilero; hasta para morir se convirtió en lava”.
El pecado original de la República
Año 1889: cien años de la Revolución Francesa. La corriente jacobina de los republicanos brasileros juzgaba ser ésa la ocasión ideal para la proclamación de nuestra República, que debería, según ella, ser hecha revolucionariamente por el pueblo luchando en la calles y en las barricadas. El principal vocero de ésa cadena, Silva Jardim, se plegaba abiertamente al fusilamiento del conde d’Eu, el marido de la princesa Isabel. Siendo el conde un noble francés, su eventual fusilamiento daría a la revolución brasilera un sabor especial, pues recordaría la muerte en la guillotina del rey Luís XVI.
Un punto central de la propaganda republicana era la idea del autogobierno, del pueblo gobernado a sí mismo, del país auto dirigiéndose, sin necesidad de una familia real de origen europea y de un emperador hereditario. De las tres cadenas principales de la propaganda, la jacobina era la que atribuía mayor protagonismo al pueblo.
La cadena más fuerte era la liberal federalista, de derivación angloamericana. El liberalismo venía del lado anglo, de Inglaterra; el federalismo, del lado norte americano. El liberalismo predominó en el Manifiesto Republicano de 1870, más bien representado por Saldanha Marinho, es el federalismo, en el proyecto de constitución de los republicanos paulistas de 1873, cuyo representante más influyente era Campos Sales. Por su ascendencia liberal, originaria de los liberales del Império, ella admitía participación popular, pero sin atribuirle el primer plano, como hacían los jacobinos. Por el lado federalista, en tanto, no había mucha simpatía por el pueblo. Le interesaba, sobretodo, el autogobierno estatal a ser conquistado por el federalismo.
La tercera corriente era la positivista, también de filiación francesa, no de la Revolución, pero del filósofo Augusto Comte. Los positivistas eran los únicos que no preveían papel activo para el pueblo en la República. Los protagonistas del régimen serían, en el campo espiritual, los propios positivistas, en el campo material, los empresarios. Los positivistas no admitían derechos, apenas deberes. El deber del pueblo, o de los trabajadores, era trabajar, el deber de los empresarios y del Estado era cuidar del bienestar del pueblo.
Prometida por las dos principales corrientes de la propaganda, cupo preguntar cómo la democracia política, la incorporación del pueblo, fue puesta en práctica por el nuevo régimen. La primera década republicana fue marcada por la presencia de militares en el gobierno, por agitaciones, revueltas, guerras civiles. El pueblo hizo presencia durante el gobierno del mariscal Floriano Peixoto, apoyado por los jacobinos. La participación jacobina alcanzó el punto máximo en el intento de asesinato del presidente Prudente de Morais, en 1897. A partir del próximo presidente, Campos Sales, la cadena liberal federalista, bajo la hegemonía de São Paulo, pasó a predominar, cada vez más federalista, cada vez menos liberal.
Hasta 1930, se pudo dividir el pueblo de la República en tres partes. Imaginemos un gran círculo conteniendo en sí círculos menores. El gran círculo representa el total de la población del país; los círculos menores, las parcelas de ésa población dividida de acuerdo con su participación política. Moviéndonos del centro hacia la periferia, llamemos al círculo menor el del pueblo electoral, es decir, aquella parcela de la población que votaba; el círculo siguiente, un poco más grande, representaba el pueblo político, es decir, la parcela de la población que tenía derecho de voto de acuerdo con la Constitución de 1891; el círculo siguiente es el del pueblo excluido formalmente de la participación vía directa del voto (ver diseño abajo).
De acuerdo con los datos del censo de 1920, tendremos una población total, representada por el círculo más grande, de 30,6 millones. Éste es el pueblo del censo que, por lo menos en teoría, poseía derechos civiles. Pero ¿cuántos de estos ciudadanos civiles eran también ciudadanos políticos, cuántos pertenecían al cuerpo político de la nación? Para calcular ése número, tenemos primero que deducir del total los analfabetos, prohibidos por ley de votar. El analfabetismo, en aquella época, afectaba a un 75,5% de la población. Hecho el cálculo, restan 7,5 millones. Después, es preciso descontar las mujeres. Sin embargo la ley no les negaba explícitamente el derecho de voto, por tradición no votaban. Quedamos con 4,5 millones. Los extranjeros tampoco tenían derecho de voto. Nuestro número cae a 3,9 millones. Finalmente, los hombres menores de 21 años tampoco votaban. Quedamos reducidos a míseros 2,4 millones de brasileros legalmente autorizados a participar del sistema político por medio del voto. Quedan afuera del sistema, excluidos, 28,2 millones, el 92% de la población.
Si eran pocos los que podían votar, menos aún eran los que de hecho votaban. En las elecciones presidenciales de 1910, una de las pocas en que hubo competencia, disputándose Rui Barbosa en contra al mariscal Hermes da Fonseca, la abstención fue de un 40%. Los votantes representaban solamente un 2,7% de la población. En Rio de Janeiro, capital de la República, donde el 20% de la población estaba apta a votar, compareció a las urnas menos del 1%. Votar en la capital era hasta peligroso debido a la acción de los capangas (hombres contratados como guardaespaldas) al servicio de los candidatos. Quien tenía juicio se quedaba en casa. Como dijo Lima Barreto de su República, de los Bruzundangas: “[Los políticos] habían conseguido eliminar casi totalmente del aparato electoral éste elemento perturbador – el voto”. La eliminación del voto se completaba con el fraude. Nadie podía tener certeza de que su voto sería contado a favor del candidato cierto.
¿Significaba eso que el pueblo de la Primera República no pasaba de la carnerada, de los corrales electorales y de la masa apática de los excluidos? Seguramente que no. Por afuera del sistema legal de representación había acción política, muchas veces violenta. Entre los pocos que votaban, los que elegían no votar y los muchos que no podían votar, había lo que se llamó pueblo de la calle, es decir, la parcela de la población que actuaba políticamente, pero a los márgenes del sistema político, y las veces en contra a él. Es difícil calcular el tamaño de ése pueblo. Podemos apenas sorprenderlos en sus manifestaciones. Y podemos también decir que él existía tanto en las ciudades como en el campo.
En las ciudades, sobre todo en las más grandes, la tradición de la protesta venía de lejos y se manifestaba en la mayoría de las veces en los motines. Ésta se intensificó a partir de la proclamación de la República, culminando en la protesta en contra de la vacunación obligatoria en 1904. La novedad republicana se hizo por cuenta del movimiento operario en fase de organización. Fueron innumerables los paros que afectaron a la capital de la República y São Paulo, además de otras capitales. Su auge se verificó durante la Primera Guerra Mundial y en los años siguientes. Se calculó que 236 paros fueron hechos en la capital y en el estado de São Paulo entre 1917 y 1920, involucrando cerca de 300 mil operarios. Cerca de 100 mil operarios participaron del paro general de 1917 en Rio de Janeiro. Otra novedad republicana fue la participación política de los militares, jóvenes oficiales y plazas. La más conocida y más dramática de ésas manifestaciones fue la revuelta de los marineros en contra el uso del látigo, en 1910, en que se destacó el marinero João Cândido.
El efecto político de las manifestaciones urbanas fue limitado porque ellas se daban fuera de los mecanismos formales de representación. El propio movimiento operario, en la medida en que era orientado por el anárquico sindicalismo, sobre todo en São Paulo, huía de la participación electoral y nunca organizó un partido político duradero hasta que fuese fundado el Partido Comunista, en 1922.
En el mundo rural, fue igualmente intensa la participación del pueblo. Ahí también había una larga tradición que fue intensificada por los cambios políticos introducidos por el nuevo régimen. Las figuras centrales de las agitaciones rurales eran beatas y bandoleras. Lo más dramático de todos esos movimientos, por el número de muertos, fue sin duda lo de Antônio Conselheiro en el interior de Bahía. A su manera, los beatos del Concejal actuaron políticamente, al recusar el pago de impuestos, al rechazar cambios en las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Luchando en contra de “ley del can” del nuevo régimen, los rudos salvajes humillaron al Ejército, que contra de ellos lanzó cuatro expediciones, y dieron un ejemplo único en nuestra historia de fidelidad incondicional a las creencias adoptadas.
Un movimiento semejante al de Canudos fue lo del Contestado, ubicado en tierras disputadas entre Paraná y Santa Catarina. El Monge José Maria le dio inicio aún en el Império. Proclamada la República, su sucesor reaccionó en contra de lo era llamado “ley de la perversión”, lo equivalente a la “ley del can” del Concejal. A partir de 1911, otro sucesor de João Maria, José Maria, lanzó un manifiesto monarquita y nombró emperador a un estanciero analfabeto. Creó una sociedad que se asemejaba al comunismo primitivo, sin dinero y sin comercio. Canudos y Contestado fueron combatidos y destruidos con violencia por el Ejército, que no dudó en usar cañones en contra de los bandoleros pobremente armados.
En Ceará, el cura Cícero organizó una comunidad bandolera que, a la época de su muerte, en 1934, contaba con 40 mil personas. El cura Cícero no respondía al sistema, como el Concejal y José Maria. A su manera, actuando más como coronel político, fundó una República paternalista muy cercana a la población. Manipulando valores tradicionalistas y colocándolos al servicio de la modernidad, redujo la distancia entre lo legal y el real, aproximó la población el poder. Algunos de sus seguidores, como los beatos José Lourenço, Severino y Senhorinho, fundaron comunidades radicales al estilo de Contestado. El cura Cícero se extendió con los poderes de la República y fue tolerado. Los tres beatos fueron masacrados juntamente con sus seguidores.
Los bandoleros, frutos del mismo medio social que generaron los beatos, mantenían, como el cura Cícero, contactos estrechos con los poderes de la República. Pero huían al control de los coroneles y de los gobernantes estatales. Fueron también combatidos sin tregua y destruidos. Beatos y bandoleros representaban formas de organización y de reacción construidas al margen del sistema político. Canudos, Contestado, y también Juazeiro del cura Cícero, eran modelos alternativos de República. Más allá de inviables por ser producto del aislamiento geográfico y de la inmensa distancia cultural entre la población y el mundo oficial, ésas Repúblicas fueron destruidas a hierro y fuego y solamente dejaron trazas en la memoria popular. La excepción fue Canudos, que fue inmortalizado por Euclides da Cunha, no por casualidad un intelectual raro en el nido de las elites.
El grueso del pueblo excluido era mantenido bajo control por la propia organización social del mundo rural, basada en la gran propiedad. El pueblo electoral era encuadrado por los mecanismos de asociación y manipulación. El pueblo de la calle era casi siempre tratado a tiros, en las ciudades o en el campo.
Pero la República usó también métodos menos violentos para lidiar con sus excluidos. Produjo misioneros del progreso que se pusieron a catequizar a los ciudadanos incultos y tratar los enfermos. Fueron misioneros del progreso Pereira Passos, reformador de Rio de Janeiro, Osvaldo Cruz, sanitarista de la ciudad, Artur Neiva y Belisário Pena, sanitaristas del interior. El más grande de ellos, en tanto, fue el general Rondon, positivista ortodoxo, que dedicó buena parte de su vida a la protección de los indios. Muy superiores por los métodos a los que destruían por la fuerza los movimientos populares, ésos misioneros no estuvieron inmunes a una visión tecnocrática y autoritaria. El pueblo para ellos era masa inerte y analfabeta a ser tratada, corregida y civilizada. De cierta manera, eran mesías liegos, con la diferencia de que no tenían apoyo popular de los mesías del interior.
La Primera República, en sus 41 años de existencia, no hizo justicia a las promesas de la propaganda de promover la ampliación de la participación política, el autogobierno del pueblo. No unificó los tres pueblos, no los incorporó. No transformó en ciudadanos a los matones enfermos de Monteiro Lobato y de los higienistas, el áspero bandolero de Euclides, los beatos de Canudos y del Contestado, el bandido social, el anarquista del movimiento operario.
La ausencia de pueblo, hete aquí el pecado original de la República. Ése pecado dejó marcas profundas en la vida política del país. ¿Cuándo, en medio de la crisis de nuestros días, asistimos el aumento de la falta de creencia en los partidos, en el Congreso, en los políticos, de que se trata sino de la incapacidad que demuestra hasta hoy la República de producir un gobierno representativo de sus ciudadanos?
El pacto de los estados
“Otros dieron a mi política la denominación de política de los gobernadores. Quizás haya sido más acertado si dijesen política de los estados. Ésta denominación experimenta mejor mi pensamiento”. Fue de ése modo que el presidente Manuel Ferraz de Campos Sales (1898 – 1902) definió, en su libro Da propaganda à presidencia (1908), el manejo político inaugurado en su gobierno. Un manejo que habría de durar hasta 1930 y que, más allá de su estabilidad y durabilidad, no quedó inmune a la crítica de los contemporáneos.
Sylvio Romero, uno de los más prestigiosos intelectuales brasileros en los años iniciales de la República, invitado en mayo de 1908 a proferir una conferencia sobre la situación política y social del país, eligió como ángulo de ataque – actividad de su predilección – el tema de las oligarquías. Para él, el Brasil de entonces era una dictadura desarticulada, de rodillas frente al ejército y repartida en oligarquías cerradas, en que “campean la niñez, la denegación de la justicia, el desconocimiento del derecho a los adversarios, la opresión de las oposiciones, la impunidad de los amigos y correligionarios”.
Aunque fuerte, la acusación no era original. El más ácido crítico de las oligarquías, y del manejo político que con ellas estableció el presidente Campo Sales, fue exactamente su hermano, Alberto Sales, que en 1901 diagnosticó el divorcio completo entre la política y la moral. Él reconocía como reprobables los pactos firmados entre los gobernadores y el Congreso, en que eran olvidados y despreciados los deberes constitucionales para que todos pudiesen entregarse “a los desaforos y a la licencia, llenando las bolsas con el producto del impuesto y ahuyentando los honestos con la persecución política”. Para él, “el mundo oficial en los estados, que debía representar lo mejor de la población”, no pasaba a la época, con carísimas excepciones, de “verdaderos grupos de bandidos, organizados al margen de la Constitución y de las leyes”.
¿De que mundo hablaban Sylvio Romero y Alberto Sales? Por la fijación de sus opiniones, percibimos que ellas estaban referidas a los años iniciales de la experiencia republicana. He aquí un curioso contraste entre la novedad del régimen y el desencanto de sus prácticas. La clave para el entendimiento de ésa paradoja puede ser encontrada en el propio diseño y en la operación de la célebre política de los gobernadores, o de los estados, de la labra de Campos Sales.
En la historia republicana brasilera, el gobierno de Campos Sales representa el inicio de la rutina del régimen, es decir, el establecimiento de las normas de funcionamiento político de la República Vieja, que se basaba en la alternancia de presidentes entre Minas y São Paulo y en el voto de cabestro sus mayores ejemplos. Aunque, le haya cabido al presidente Floriano Peixoto (1891-4) la fama de Consolidador de la República, en función de la neutralización de las amenazas de restauración de la monarquía ocurrida en su gobierno, le cupo al gobierno de Campos Sales establecer las rutinas políticas e institucionales de la nueva orden.
El sistema político, ahora ya configurado en términos formales por la Carta de 1891 – que establecía, como dispositivos fundamentales, la República como forma de gobierno, el presidencialismo como sistema de gobierno, el federalismo y la división de los poderes -, gana contornos más concretos a través de un pacto no escrito entre el presidente y los jefes políticos estatales. La formulación de ése pacto trazaba el reconocimiento, por parte de Campos Sales, de la pre existencia de una distribución natural del poder en la sociedad brasilera. Sin embargo, las bases legales del poder político habían sido establecidas por la Constitución de 1891, importaba a Campos Sales considerar sus bases reales, según él, contenidas en los estados y en sus jefes políticos.
La elección de los estados como base de sustentación de la República descorre de una evaluación de la experiencia de los diez primeros años del régimen, marcados por una fuerte inestabilidad.
Varios son los factores del desorden de la política brasilera entre 1889 y 1898. Antes de todo, la Proclamación tuvo como consecuencia necesaria la ruptura de las tradiciones institucionales del Império, pero sin la introducción inmediata de nuevas reglas, lo que implicó, de inmediato, dos nuevas fuentes de inestabilidad: la acción directa de los militares y una feroz lucha por el control político de los estados.
El desafío mayor, legado por la caótica primera década republicana a la posteridad del régimen, decía respecto de cómo definir un nuevo marco de unidad política nacional. En el intento de crear nuevas instituciones, los inventores de la Carta de 1891 fueron extremadamente cuidadosos en imaginar las partes componentes del nuevo sistema político en su total independencia. El valor autonomía – presente en las dilatadas atribuciones del Legislativo, en la virtual irresponsabilidad política del Ejecutivo y en la intocabilidad legal de los estados – habló más fuerte que el valor de integración. La sumatoria de las partes del sistema político debería ser consecuencia automática y espontánea de su máxima diferenciación.
La experiencia de la primera década republicana probó lo contrario. Al final del gobierno de Prudente de Moraes (1894-8), quedó en evidencia que la libertad del Ejecutivo, del Legislativo y de los poderes estatales no tendía el equilibrio institucional, generando conflictos de soberanía y, por extensión, incertidumbre.
La nueva institucionalización republicana propuesta por Campos Sales evitaba el fortalecimiento de las instituciones representativas clásicas. La estabilidad, a su juicio, derivaría de un acuerdo entre el gobierno nacional y los jefes estatales.
El principal objetivo de Campos Sales fue el de resolver el siguiente problema: siendo el presidente y el Congreso elegidos por el voto directo de los ciudadanos, ¿cómo garantizar el control del primero sobre el segundo?
En relación a ése dilema, ya antes de la elección, y a través de su Manifiesto electoral, escrito y presentado en octubre de 1897, Campos Sales defendió la siguiente teoría: los estados son autónomos, el Parlamento es digno y fundamental, pero quien manda es el presidente. Por lo cual, una vez electo, es necesario entenderse con los jefes estatales y controlar el Congreso.
El propio funcionamiento de la Cámara contribuía para tornar el resultado de las elecciones legislativas – a ser realizadas en 1900 – imponderable. Según la Carta de 1891, la decisión final respecto de la composición del Congreso cabía a él mismo, a través de la Comisión de Verificación de Poderes. La verdad, las elecciones eran controladas por los ejecutivos estatales, durante el conteo de los votos, y por el Legislativo nacional, en el reconocimiento final de los electos en el degüello de los enemigos. Ése era el corazón del Legislativo, poder dotado de magia de engendrarse a sí mismo.
La comisión era compuesta por cinco parlamentarios, en el inicio de la instalación de la nueva Cámara, nombrados por el parlamentario más anciano entre los presumidamente electos, que ocupaba entonces la presidencia de la Casa. Como notó Campos Sales, la cuestión estaba así entregada a un certificado de edad.
La innovación política promovida por el presidente consistió en alterar el régimen interno de la Cámara. El objetivo era restringir, al mismo tiempo, el alto grado de aleatoriedad y el poder que la Cámara tenía sobre su renovación. A través de la reforma del régimen, el presidente de la Cámara pasa a ser el de la legislatura anterior (Vaz de Mello, minero y aliado del presidente) y el diploma que atestigua la elección de los diputados pasa a ser el acta general del conteo de votos de la elección, firmada por la mayoría de la Cámara Municipal, encargada por ley de coordinar el conteo de votos electoral.
Las elecciones, de ésa manera, vienen prácticamente decididas antes que la Comisión delibere respecto de los reconocimientos. En la mayor parte de los casos, el degüello de la oposición es hecho en la expedición de los diplomas por las juntas contadoras de los votos, controladas por las situaciones locales. En caso de duda al respecto de la elección de algún postulante, el nuevo modelo se ampara en la teoría de la presunción, también de la labra de Campos Sales: en caso de que ocurra disputa entre candidatos que exhiben diplomas y luchan por la misma vacante, opera la presunción a favor de aquél que se dice electo por la política dominante en el respectivo estado. La Cámara es la expresión de la dirección política de los jefes estatales.
La legitimidad de la Cámara no derivaba, por lo tanto, de las formalidades legales, pero si de la acción de los ordenadores de voto. Mandato legítimo es todo aquél que tiene como origen la política oficial de su estado. Para el montaje de ésa verdadera reforma política, Campos Sales se dirigió directamente a los jefes estatales más importantes para tornar la modificación del régimen efectiva.
La política que de ahí resulta recibe amplia aceptación de los jefes de los poderes estatales. Ella garantiza a los grupos detentores del poder condiciones de eternización en los gobiernos estatales. Estaban definidas las bases del gran condominio oligárquico caracterizado, según Rui Barbosa, por el “absolutismo de una oligarquía tan opresiva en cada un de sus feudos cuanto a de los mandarines y mandones”.
Las primeras elecciones realizadas a la sombra de ése pacto, en 1900, fueron así descriptas por el periodista Alcindo Guanabara: “lo que pasa en las secciones electorales es mera comedia para aparentar que se observa la ley”. Habitualmente, aparecen en la Cámara duplicados de diplomas, sometidos ahora a un nuevo poder: la guillotina Montenegro, así llamada a propósito del desempeño del líder de la mayoría, Augusto Montenegro. Su eficacia fue total, según él periodista: “Estado por estado, los opositores (…) fueron ejecutados sin demorado sufrimiento”. La Cámara, así configurada, pasa a ser un espejo de la distribución natural del poder.
Con Campos Sales, la República encontró su rutina. Con todo el orden emergente, ésta también trató de negar el pasado. Lo singular, en ése caso, fue que, del punto de vista de la construcción institucional, las reglas definidas por el pacto oligárquico no tuvieron como contrapunto el régimen que la República sustituyó. La referencia negativa para la nueva orden no fue el antiguo régimen, pero si la infancia del propio régimen republicano. La lógica política del pacto oligárquico y la definición del gobierno como instrumento de administración pueden, pues, ser encuadradas como siendo la búsqueda por un principio de orden, un equivalente funcional del Poder Moderador.
Campos Sales fue el presidente menos votado en toda la historia republicana. Fue elegido con solamente 174.578 votos, 116.305 a menos que su antecesor, Prudente de Moraes, y 141.670 a menos que su sucesor, Rodrigues Alves (1902-6). Se trataba, con certeza, de una República con ciudadanos impotentes en términos políticos, pero no desprovistos de capacidad de expresión. Y eso es lo que demuestra la descripción hecha por el publicista José Maria dos Santos, cuando sucede la despedida de Campos Sales, en 1902, de la capital de la República.
Cuando el señor fue echado surgió en la plaza fronteriza a la estación, un levantamiento de la masa popular, que se comprimía por detrás de los cordones de la policía, una multitud verdaderamente indescriptible. Por encima de las líneas de los soldados, le venían en medio a aquella estruendosa corriente de injurias, toda una avalancha de proyectiles, (…) desde huevos y legumbres adquiridos en las quintas de las vecindades, hasta frutos verdes arrancados los arboles del campo de Santana.
Esa manifestación de la plebe carioca, que se extendió furiosa por diez kilómetros, acompañando el cortejo, es parte obligatoria de cualquier evaluación del gobierno de Campos Sales.
Nosotros, vosotros, ciudadanos
Las recientes décadas vivieron un resurgimiento del interés por la tradición republicana, por cuenta de la crisis que afectó a las dos corrientes de pensamiento que dominaron la escena contemporánea: el liberalismo y el socialismo. El derrocamiento de las naciones del Este Europeo expuso los límites de una concepción de sociedad que, para realizar el ideal de justicia social, invirtió toda su energía en la búsqueda de una igualdad hipotética entre los ciudadanos, sin la correspondiente libertad para participar de la vida política. Del lado del liberalismo, la defensa intransigente de los derechos individuales y de la libertad de iniciativa no se mostró capaz de crear una sociedad más justa, en la cual la libertad haya servido como herramienta para la conquista de una mayor igualdad entre los ciudadanos.
En países de larga tradición democrática, como Inglaterra y Estados Unidos, los trabajos de historiadores como Bernard Bailyn (en The origins of American politics, 1968), Gordon Wood (en The creation of the American Republic 1776-1787, 1969) y J.G. A. Pocock (en The Machiavellian moment, 1975 - una traducción brasilera está en producción), fueron fundamentales en la recuperación de ésa tradición. Su preocupación principal fue estudiar el momento de la creación de la República americana en el siglo XVIII, encarando como fruto de una intensa participación de los ciudadanos y no simplemente como resultado de un proceso de consolidación del aparato jurídico y de la Constitución Federal, que reflejaban la fuerte influencia del liberalismo. En otra vertiente, Hans Baron (The crisis of the early Italian Renaissance, 1955) y Quentin Skinner (Las fundaciones del pensamiento político moderno, 1996, edición original de 1978) se preocuparon por los orígenes renacentistas del republicanismo, para mostrar que la democracia moderna fue construida también según ideales de los republicanos y no solamente a partir de las ideas defendidas por los pensadores liberales. En Francia, país que adoptó la República como forma de gobierno después de un largo proceso de luchas iniciado con la Revolución Francesa, la herencia de Rousseau y de sus seguidores sirvió para autores como Jean-Fabien Spitz (La liberté politique. Essai de généalogie conceptuelle, 1995) analizasen las especificaciones y las dificultades de un modelo republicano basado en la idea de unidad del cuerpo político y de prevalencia del interés común sobre el interés individual. De ése impulso inicial nació lo que se caracterizó como retorno al republicanismo y a sus valores, llevando a varios pensadores a expandir el debate para muchos dominios de las ciencias humanas.
Volviendo en la historia, cuando hablamos de tradición republicana pensamos de inmediato en Cícero (106-43 a.c.), que caracterizaba “la cosa pública (res pública) como la cosa del pueblo, y por el pueblo se debe entender no como un agregado de hombres unidos de cualquier manera, como un rebaño, pero un grupo numeroso de hombres asociados unos a los otros por la adhesión a la misma ley y por una cierta comunidad de intereses”. Esa definición antigua fue el punto de partida para la reflexión sobre el lugar del pueblo en la vida política. Otro punto importante fue a la referencia a la República como un régimen de leyes, que valen para todos los ciudadanos. En la modernidad, la defensa del estado de derecho basado en la soberanía popular fue un arma fundamental en la lucha en contra las monarquías y las tiranías.
Hoy no hay más razón para oponer República y Monarquía. La importancia del republicanismo está en el hecho de que él permite pensar en algunos problemas de las sociedades democráticas, tales como la apatía y el peso que las relaciones económicas poseen, en detrimento de los lazos políticos entre los ciudadanos y entre éstos y el Estado. Pero, al hablar de ésas cuestiones, es preciso evitar un equívoco. Si no hablamos más de la lucha entre republicanos y monarquitas, no hay razón para oponer República y democracia. La referencia a la República hoy presupone la democracia y solamente tiene sentido en su interior. Contrariamente a lo que ocurría con autores de la Antigüedad y así mismo en muchos modernos, la República caracteriza una manera de organización de las formas libres de gobierno y comparte los mismos valores de base de la democracia, como la libertad y la igualdad entre ciudadanos. Todo el problema está en cómo los defensores actuales de la República comprenden ésos conceptos y pretenden valerse de ellos para enfrentar los problemas generados por la organización de la vida democrática en torno al individualismo exacerbado de muchas sociedades actuales.
El aspecto central de la tradición republicana, valorado por Hannah Arendt, es la importancia concedida a la participación política en la construcción de las sociedades libres. Frente de la crecente apatía de los habitantes de los países democráticos – que a la luz de la tradición liberal pasaron a luchar por sus intereses particulares, confiando el arbitraje de sus conflictos a un conjunto de reglas, que hipotéticamente deben ser neutras -, los pensadores republicanos se preguntan por el papel activo que el ciudadano debe tener en el interior del Estado. La principal consecuencia de esa preocupación con la acción de los miembros del cuerpo político es el abandono de la concepción de libertad como ausencia de impedimento en la lucha por la independencia personal. Para los republicanos, es preciso más: es necesario afirmar el carácter activo de la libertad como un derecho de participar de los procesos políticos de elección y decisión sobre temas que interesan a todos. Al abdicar de ése derecho en nombre de la preservación de los intereses individuales, corremos el riesgo de transformarnos en presa fácil de grupos que tienen en mira ocupar el poder político solamente para realizar sus proyectos particulares.
Otro aspecto importante del republicanismo es la valoración de la búsqueda del bien común. En ése caso, lo que se procura no es un ideal intangible de sociedad capaz de satisfacer universalmente los deseos de todos o de omitir siempre los deseos individuales en nombre de la República. Como sugiere Charles Taylor (Argumentos filosóficos. São Paulo: Ediciones Loyola, 2000, edición original de 1995), bien común, o interés común, es simplemente aquello que decidimos hacer juntos y que ofrece algún provecho para la comunidad. Por eso, el involucramiento del ciudadano en la esfera pública y el debate sobre valores y prioridades son tan importantes. Es preciso valorar los mecanismos colectivos de decisión, para que de ellos pueda emerger algo que merezca el nombre de bien común, por el simple hecho de que de alguna manera todos pudieron participar de su elaboración.
El retorno al republicanismo en los días actuales es, sobre todo, el retorno de una tradición fecunda para pensar en los riesgos, en los límites y en las posibilidades de la democracia en las sociedades industriales, guiados por los valores e ideas que ayudaron a construirlas en los últimos siglos
Libertad aunque tardía
Durante prácticamente todo el año mil setecientos, se habló de motines, sediciones y levantes en la región de las Minas. A partir de mediados del siglo XVIII, las revueltas perdieron su carácter espectacular y se tornaron zurdas, diseminadas y constantes. Un círculo de letrados muy probablemente fue responsable por algunas novedades importantes en ese contexto. Una de ellas, quizás la más evidente, fue propiciar la emergencia de una red de diseminación de ideas que se extendió por el interior y afectó las tres comarcas más importantes de la capitanía – Vila Rica, Rio das Mortes y Cerro do Frio. Entre los poetas reunidos por el círculo letrado en torno de Cláudio Manuel da Costa, estaban Tomás Antônio Gonzaga, Domingos Vidal Barbosa, Álvares Maciel y el canónigo Luís Vieira da Silva, y muchos otros que participaban de los cultos nocturnos atravesados por muchas ideas, inclinaciones literarias, algún chisme y variadas rimas pastoriles.
Gonzaga fue, probablemente, el participante más activo en la generación de un proceso de formación y circulación de opinión sostenida por la práctica del versear. Es cierto que sus Cartas chilenas tenían como objetivo específico el discurso político y las prácticas administrativas de d. Luís da Cunha Meneses, gobernador de la capitanía y enemigo de Gonzaga, por retirarle los privilegios para cobranza de deudas y ejecución de hipotecas y excluirlo de las, hasta entonces, lucrativas relaciones entre la magistratura minera y el comercio ilegal de oro y de diamantes. Vistas de éste ángulo, las Cartas chilenas son, sobre todo, el resultado, en verso y rima, de un esfuerzo razonable bien sucedido de desmoralización del gobernador y de sus favoritos en la administración de la capitanía – además de funcionar, es claro, como una forma muy elaborada de panfleto político, de lenguaje sabroso, rápida, cortante y sin precedentes en Minas de los años mil setecientos.
En las condiciones históricas y literarias en que Gonzaga compuso su obra, reencontrar la virtud curiosamente presupone un retorno, algo a que se remonta, que se encuentra como fundamento en el origen de una sociedad. Pero, seguramente, la suya no era una opinión aislada: en el siglo XVIII, la verdadera acción revolucionaria no podría ser sino una acción restauradora, como propuso Montesquieu.
En buena medida, los letrados trataban el problema político de la corrupción y sobre las maneras conocidas de tornar esa sociedad capaz de reencontrarse, de buena manera o a la fuerza, con el buen gobierno – un orden público regido por leyes que impidan el descomedimiento de los hombres y de las instituciones. Pero, como intuía el alférez Joaquim José da Silva Xavier, Tiradentes, ninguno de aquellos hombres parecía ansioso por sus cosas nuevas; se trataba, antes, de restaurar un antiguo orden que fuera perturbado y violado por el despotismo de monarcas absolutos, por abusos del gobierno colonial o por ambas las situaciones. A la manera de todos los otros revolucionarios del siglo XVIII, Tiradentes tampoco estaba preparado para desencadenar alguna cosa sin precedentes.
Lo que les importaba era una cierta concepción de libertad. Los hombres que participaron o circularon en torno del grupo de letrados de Vila Rica y de São João del Rey dejaron en claro su gusto por la estabilidad y parecían desear la libertad sobre todo para cuidar de sus propios asuntos.
Venía de ahí el valor que le daban a la idea de república, basado principalmente en la relación que ésa idea mantuvo con determinadas características particulares a un tipo muy específico de ciudad – aquella que adquirió la libertad de administrar sus propios temas. En realidad, el punto de partida para la sensibilidad republicana de la mayor parte de ésos hombres estaba en el ideal de ciudad de cara al republicanismo anglo americano, significando independencia más auto gobierno. De hecho, los letrados mineros habían aprendido, con la experiencia histórica de la América Inglesa, que el poder estaba en los diversos Estados soberanos, libres e independientes, y que ése poder se concentraba en los legislativos y, en particular, en las cámaras bajas.
Venía de ahí el valor que le daban a la idea de república, basado principalmente en la relación que ésa idea mantuvo con determinadas características particulares a un tipo muy específico de ciudad – aquella que adquirió la libertad de administrar sus propios temas. En realidad, el punto de partida para la sensibilidad republicana de la mayor parte de ésos hombres estaba en el ideal de ciudad de cara al republicanismo anglo americano, significando independencia más auto gobierno. De hecho, los letrados mineros habían aprendido, con la experiencia histórica de la América Inglesa, que el poder estaba en los diversos Estados soberanos, libres e independientes, y que ése poder se concentraba en los legislativos y, en particular, en las cámaras bajas.
Por cuenta de eso, quien quisiera confrontarse con el establishment escribiendo subversivamente nuevas leyes para la capitanía, como de hecho Gonzaga y Cláudio Manuel pretendían hacer, no tendría de indicar la necesidad de consolidación de la amplia área colonial portuguesa bajo un gobierno nacional. Se trataba de subrayar su compromiso con la decisión de vincular todo el sistema político a un proceso de discusión y negociación específico al legislativo. En el contexto histórico de la capitanía de Minas, al final del siglo XVIII, ésa decisión solamente podría ser traducida en un proyecto de recuperación del papel legislativo de las cámaras municipales.
Sin embargo, en el mundo portugués, las Cámaras Municipales fueron también el único instrumento de representación de los intereses locales y la única promesa de continuidad administrativa respaldada en la autoridad conocida por las villas coloniales. En la práctica, ésas Cámaras funcionaban como un instrumento decisivo de política de la Corona – en parte, porque simbolizaban estabilidad y continuidad administrativa y, en parte, también, porque actuaban como espacio de expresión de resentimientos locales en relación al fiscalismo de la metrópolis. Además de eso, en una sociedad fluida y móvil como eran las Minas del año 1700, las Cámaras significaban el medio posible para que hombres nuevos, naturales del país, ocupasen cargos de gobierno de la tierra, ver reconocida su competencia y politizada su prestación de servicios o su aspiración de ascensión social. No era poca cosa.
Otro indicio muy característico de la sensibilidad republicana que entonces se formaba fue la intuición de que la soberanía era de hecho legislativa y, por lo tanto, no podía ser compartida. De éste descubrimiento, derivaría otro: la concepción de que había algo muy pertinente en la defensa del derecho del individuo de disfrutar los propios bienes con inmunidad en contra a la acción arbitraria del príncipe o de sus representantes.
No importaba, en éste caso, se la república se ocultaba bajo la forma monárquica, como gustaba de imaginar el canónigo Luís Vieira; o sea, como quería el cura Toledo, el criterio de una república bien ordenada debía basarse en la capacidad de sus dirigentes en reclutar sus ciudadanos para la defensa de la patria – aunque para eso fuese necesario libertar mulatos y negros nacidos en la colonia. Los hombres que participaron o circularon en torno del grupo de letrados de Vila Rica y São João del Rey tenían, en general, una conducta política orientada por la utilizad. Imaginaban la libertad en los términos de Montesquieu como “un bien que permite gozar todos los otros bienes”, y se acercaban a la forma republicana a partir del vasto reconocimiento de que los intereses tienen valor agregado. Ninguno de éstos hombres pareció dispuesto, en algún momento, a renunciar a los bienes de ésa vida en nombre de las antiguas virtudes políticas o militares o de la formación de una conciencia cívica.
Al contrario. Quizás no por casualidad, tantos entre ellos estuvieron tan profundamente involucrados con el contrabando. El cura Rolim, por ejemplo, ocupó buena parte de su vida metido en fraudes contra la Corona: falsificó moneda, desvió diamantes de la ruta oficial de Lisboa para el camino clandestino que terminaba en Ámsterdam. Pero el cura Rolim fue también, todo parece indicar, un hombre con vocación por las luces del cálculo y, como buena parte de sus compinches, un personaje capaz de romper el cordón de aislamiento de la privacidad individualista. En la República que imaginaba ayudar a crear, el comercio sería libre, los diamantes, de propiedad de quien supiese valuarlos, los diezmos quedarían con los curas, u otro alzaría “su legítimo valor”.
Es cierto que la pretensión de una forma republicana de gobierno para las Minas de los años mil setecientos fracasó – sobraron los delitos de intenciones, versos ambiguos, sermones atravesados, crímenes de ideas, exceso de locuacidad; o si lo quisiéramos ver de otro modo, sobró la corrupción, los interrogatorios, el suicidio, las prisiones, el exilio, el ahorcamiento de Tiradentes. Con todo, desde entonces, el vocabulario de la república dejó de significar apenas y peyorativamente la ilustración retórica de la decadencia, de la anarquía y del desorden. En el origen de ése republicanismo que dejó muchos rasgos en la región de la Minas, habría desde entonces la posibilidad, siempre presente, de que los hombres supiesen y querrían mantener sus manos sobre la libertad. Pensándolo bien, sobraron muchas cosas.
Flirts en el Footing de la venida Central
La guerra pasaría, la Internacional quedaría contenida en las lejanas y heladas tierras soviéticas. La burguesía agitaba sus perlas, plumas y lentejuelas en el baile del Palacio Guanabara en la calle Paissandu, desfila su toilette en el Footing de la Avenida Central o de la calle del Ouvidor y se entrega a las miradas en los jardines hipócritas de los palacetes. Además, al cerrar los ojos para el sueño reparador, no está más ninguno de estos lugares. En sus sueños todo se transfigura: el baile del Club de los Diarios se transforma en una picante noche en el cabaret del Chat Noir, el Footing en la Avenida Central pasa a ser Flânerie en el Boulevard Champs-Elysées y el tradicional cafecito se transforma en el “five-o’clock tea” ¿Paris/Rio, Rio/Paris?
Las primeras dos décadas del siglo XX fueron el apogeo de la Bell époque carioca. ¿Qué espíritu ella tendría impreso a la vida urbana de la capital de Brasil y porque no decir las varias capitales que empezaban a urbanizarse en ése país tan rural? ¿Qué misterios, qué aromas, qué ritmos sonaban de ésa época tan... tan belle époque?
Para Benjamim Costallat, famoso cronista de la época, el ritmo era el jazz, “el jazz no perdona los oídos modernos y los martiriza hasta el amanecer”. Aquí como en París, en el baile de Bellas-Artes, en el Moulin-Rouge de la Plaza Tiradentes o en el Moulin-Rouge al pié de la bohemia colina de Montmartre, insiste Costallat, el ritmo es el jazz. “Y siempre el jazz, como un hospicio inmenso a los berros, el jazz siempre el jazz, entre las mil luces mareantes de los restaurantes nocturnos, agitados y explota, en homenaje infernal a las danzas histéricas y lubricas del shimmy”.
Sin embargo, no todo es cosmopolita en la capital de la República. Mientras una ciudad dorada se deshace en fiestas, otra lucha por la vida de sol a sol. El Rio esconde dos ciudades en sus vientres. La burguesía, de la calle del Ouvidor, que Machado de Assis puso un apodo de “vía dolorosa de los maridos pobres”, con sus locales caros, de inspiración francesa como a Notre Dame, la Casa Clark y la Torre Eiffel. La ciudad de las casas de té, confiterías y cafés, como Paris, Deroche, Provence, Colombo y Menères. La ciudad de los clubes, casinos, teatros y temporadas líricas, lugar de parada de las elegantes, vestidas con telas de sura, faya, camelote, tafeta, y de los elegantes con gorras, polainas, bastones, que fuman en salas de fumadores, aplauden en los teatros o puntúan en las mesas de póker. Rio de Janeiro de los palacios y palacetes. De la garçonière y de la maisonnette.
Pero esta ciudad disputaba febrilmente la visibilidad con otra ciudad: la de los trabajadores descalzos, de los quioscos embarrados a las orillas del puerto, de las casuchas, de los parques de diversiones, de las ferias libres, de los conventillos, posadas y mono ambientes. Rio de Janeiro de las favelas y de los cortizos. De la samba y del juego del bicho. Del malandrín y de la navaja. De los analfabetos y de la escupida en piso. La ciudad legal pobre, la ciudad ilegal dispone.
Ése siglo XX que empieza tan dulce y ardiente para unos pocos, es amargo y frío para la gran mayoría. En la percepción del gran poeta de la época, Olavo Bilac, la vida moderna llegaría, acelerando el tiempo e imponiendo un nuevo ritmo a la capital del país. Según Bilac, “la actividad humana aumenta a pasos agigantados. Los hombres de hoy son forzados a pensar y ejecutar, en un minuto, lo que sus abuelos ejecutaban en una hora. La vida es moderna, es hecha de relámpagos en el cerebro y de picos de fiebre en la sangre”. Rio de Janeiro se civiliza, vaticinó el columnista Figueiredo Pimentel, creador de la crónica social en Rio y que se tornó el ejido de toda la vida burguesa de la capital y, por eso mismo, necesitaba de la remodelación de todo, del espacio urbano, de las maneras, de los hábitos, de los comportamientos, de la manera de vestirse, de la manera de verse y encarar el mundo. Todo eso pautado por un cosmopolitismo agresivo, fuertemente identificado con la vida parisina. El pasaporte para la entrada en el mundo moderno, repleto de oros y alhajas de una burguesía encantada por París, que será conocida como belle époque, era la condena a la sociedad brasilera tradicional y a su igualdad, expresa en el personaje de Monteiro Lobato, Jeca Tatu.
Fue esa remodelación, que se generalizó por todos los aspectos de la vida del carioca, según otro conocido cronista social de la época, y no el grito del Ipiranga, que marcaría nuestra definitiva redención de la situación colonial. Quizás no se pueda hablar de la belle époque como un movimiento, pues no había conciencia de que se vivía en una belle époque, pero seguramente podemos pensarla como el espíritu de una época. Una época de renovaciones que se impusieron gracias a la contención de la revolución pensada por los republicanos más radicales, como los jacobinos, y la manutención en el poder de las elites del campo y sus aliados. Haciendo eco a la estabilización del orden público y al desahogo sentido en la vida de sociedad, el editor de un semanario de la moda comentó:
Tenemos orden en el proceso y las órdenes prosperan. Se disiparon los fantasmas que asustaban a la burguesía. Nadie más está preocupado con atentados […]. Ya no se comenta fervientemente el habeas corpus, sea en atención al competente cuerpo legislativo – o a otros de cobijadas actrices, verdaderos cuerpos de delitos o de delicias […].
La belle époque fue, pues, el juego social de una elite, expreso en su sociabilidad que, presa su conservadorismo político, apostó todas sus fichas en una “poética de los clubes y de los salones”. Según el historiador estadounidense Jeffrey Needell, en su libro Belle Époque tropical, “de manera general, esas instituciones contribuyeron para facilitar la convivencia social entre los poderosos y sus familias. Y, en consecuencia, las amistades, los enamoramientos y las presentaciones personales y contactos que tornaban a la solidaridad de clase y la administración de las relaciones personales en actividades calidas, y ciertamente eficientes, fue lo que caracterizó a la elite de la belle époque carioca. El Casino, el Club de los Diarios, el Jockey y el Lírico eran elementos tradicionales de una parte de las estructuras importantes e influyentes en las cuales se definían las circunstancias del poder”.
El haute monde de la belle époque vivía una existencia de lujo y perfección en la que se basaba, preponderantemente, en modelos culturales extranjeros. Frente de las transformaciones e innovaciones urbanas de la capital, esa elite quiso hacer de Rio de Janeiro un París tropical. Los bebés recién nacidos Joões, Josés y Marías sonaban como Jeans, Josephs y Mariannes. Dormían bajo estrellas tropicales y soñaban despertar con el sol por atrás de la colina Montmartre.
En ése sentido, clubes y salones, mucho más que la calle – dejada a la plebe ignorante e inculta – se tornaban lugares estratégicos a partir de los cuales el “laboratorio” de la belle époque producía su química. ¿Y lo que resultaba de éstas mezclas? Personas, personajes casi teatrales, ansiosos para hacer su performance en el nuevo decorado de una ciudad que se transformaba y saludaba, para algunos pocos, con una vida renovada, forjada en el lujo y en el gozo. Así, como fuera en la corte francesa de los siglos XVII y XVIII, vivir en el lujo y en el gozo, más que un placer, era una especie de obligación que servía a la estructuración de las relaciones de ése grupo y, en consecuencia, a la jerarquía social.
Figueredo Pimentel, verdadero conocedor de los comportamientos del período, explicó con precisión lo que era vivir en el lujo y en el gozo, enseñando como transformar lo cotidiano mediocre en una elite tropical en un mundo pleno de perfecciones, atractivos y emociones. Escuchemos una de sus lecciones:
Lo que torna una recepción, una cena o una soirée elegante, no es el exceso de lujo, de riqueza o de comensales. La elegancia de cualquier fiesta o reunión reside en la manera de convivir, en los gestos, en las actitudes, en la gracia, en el espíritu, en la elevación de las conversaciones. Nunca es elegante hablar de los otros y mucho menos de sí mismo. Los asuntos para las conversaciones de momento en un salón, en un restaurante elegante o en un teatro, deben ser temas generales. Se debe hablar en una soirée, sobre música, sobre literatura, eligiendo el tema de acuerdo con el interlocutor.
Era por las relaciones sociales que el haute monde de la belle époque dramatizaba su estadía en el mundo y que se manifestaba en su mundanismo (Hábito o sistema de los que solamente procuran placeres materiales). El mundanismo se transformó en una verdadera manera de ser. Como recuerda el escritor Gilberto Amado:
El mundanismo y esteticismo comandaban, bajo el signo de la Futilidad, no solamente el movimiento social como el literario, también. Y aún el político. Ser mundano constituía título, razón de prestigio […]. Esteticismo y Mundanismo eran las dos ruedas del carruaje bizantino en que se exhibían en nuestro circo de Constantino los flácidos atletas de la frivolidad.
João do Rio, el inspirado cronista de la ciudad, el mundano de los mundanos, en el cuento “Laurinda Belfort”, explicó con precisión el alma de ese espíritu, al mostrar que su personaje, casado, consigue un amante por pura mundanismo: “Aún no tenía ninguna [pasión afuera del matrimonio]. Pero la tendría. Sería la última etapa de sus mundanismo”. Y, luego de prestar un amante para su personaje, João do Rio, concluyó:
Fuera llevada a aquél (cultivar un amante), por mundanismo, por el rápido cambio de alma […]. De ver las otras damas amadas por hombres discretos y bien vestidos, creía en aquél Smart y comprometedor, con un leve tono de delito consentido. Ir así, en su auto, en el auto de su marido, entregarse a la pasión del otro, del caballero elegante, le parecía una nota esencial de la moda, le recordaba los romances de París […].
Afrânio Peixoto, político e historiador literario, va aún más lejos en su definición de mundanismo, sugiriendo que él penetraba en todas las esferas de la vida, inclusive en las artes. Según éste autor, la literatura no era más que “la sonrisa de la sociedad”. Asociando mundanismo con frivolidad, Afrânio Peixoto reveló el verdadero espíritu de aquella época: fantasía, narcisismo, elitismo.
Así como en la corte francesa de los siglo XVII y XVIII, vivir en el lujo y en el gozo, más que un placer, era una especie de obligación que servía para estructurar la jerarquía social.
Drama cívico entre galletas y cafecito
Los hermanos gemelos Pedro y Paulo eran simétricamente contrarios, habiendo, inclusive, peleado en el útero materno. Nacieron el 7 de abril de 1831: día en que Pedro I cayó del trono, diría Paulo; día en que Su Majestad subió al trono, comentaba Pedro, refiriéndose a la elevación de Pedro II. La abolición en 1888 era para Pedro un acto de justicia, y para Paulo, una señal del inicio de la revolución. Pedro y Paulo nacieron, la verdad, en 1904, junto con el libro “Esaú e Jacó”, romance de la llamada fase realista de Machado de Assis. En él, el autor mezcla, como de costumbre, esferas públicas y privadas, al trazar la psicología de sus personajes en medio a los acontecimientos políticos de su época, desafiando la comedia política del período.
Machado elabora una alegoría de las disputas políticas brasileras de su tiempo a través de la historia de ésos dos hermanos: Pedro era cauteloso y disimulado, mientras Paulo era impetuoso y agresivo; Pedro era monarquita y Paulo republicano; al final, Pedro se dedicaría a la medicina y Paulo a abogacía.
La obra trae, así, un fondo histórico y deja transparentar una cierta molestia en relación a la actitud de la población que parece estar siempre alejada del proceso político. En el capítulo “Mañana de 15” (refiriéndose a la proclamación de la República el 15 de noviembre de 1989), por ejemplo, el sabio concejal Aires – personaje que es dueño de opiniones dudosas y está siempre dispuesto a armonizar (un “sincero a su manera”) – sale de casa para encontrar una ciudad convulsionada y con ideas desencontradas. Y es en ése momento que Machado introduce un episodio que, sin ser crucial a la narrativa, acaba por plegarse a la obra: Custódio mal terminara de encomendar un nuevo cartel para su tradicional “Confitería del Império”, cuando supo que había empezado una revolución y “vagamente una República”. Mandó, entonces, un mensaje pidiendo para que el pintor interrumpiera el trabajo en la letra d. Sin embargo, para su espanto, luego supo que el trabajo había sido concluido.
Frente a la necesidad de un nuevo cartel, Custódio, que no paraba de maldecir la revolución (“Diablos lleven la Revolución”) se acordó de su vecino: el Concejal Aires. Se dio entonces un debate revelador sobre el nombre del establecimiento, a pesar de que ambos concordasen que “nada tenían que ver con la política”. Aires hizo su primera sugerencia: que cambiase el título para “Confitería de la República”. Temieron, sin embargo, que en pocos meses podría haber un nuevo giro, que implicaría en más pérdida de dinero. El Concejal arriesgó un término medio: el nombre “Confitería del Gobierno”, que se prestaba a cualquier régimen. Pero después concluyeron que todo gobierno tiene oposición y que ésa bien podría romper el nuevo cartel. Aires aconsejó aún que Custódio dejase el título original – “Confitería del Imperio” – y solamente agregase: “fundada en 1860”. Pero el propietario creyó que la escritura podría ser incendiario en estos tiempos nerviosos. Intentó otra salida; que dejase la palabra Imperio, acrecentando debajo, al centro y en letras mayúsculas: de las leyes. Custódio juzgó la idea útil, pero temió por la lectura de los peatones que podrían detenerse en las letras grandes y olvidarse de las chicas. El concejal imaginó una nueva estrategia: “Confitería del Catete”. Pero Custódio. “delicado de sentimientos” juzgó que su local no era el único del barrio. Se decidieron por fin, por el propio nombre del dueño: “Confitería del Custódio”, que no traía ningún significado político o figurativo histórico: ni odio, ni amor, “nada que llamase la atención a los dos regímenes”. Y así terminaba la compleja conversación:
“Se gastaba alguna cosa con el cambio de una palabra para otra, Custódio en vez de Império, pero las revoluciones traen siempre gastos”. Como señal, ése es el fin del episodio, pero no “de las modas”, que, según Machado, “siempre cambian”.
“Se gastaba alguna cosa con el cambio de una palabra para otra, Custódio en vez de Império, pero las revoluciones traen siempre gastos”. Como señal, ése es el fin del episodio, pero no “de las modas”, que, según Machado, “siempre cambian”.
No se trata de reducir el análisis de esta obra a su dialogo con el contexto político. En éste caso, no hay como negar el paralelo irónico entre el cambio de gobiernos y el cambio de los carteles. La cuestión está no solamente en el carácter contingente de la nueva situación política, si no en la importancia de los “nombres” y de su incidencia sobre lo real. Más que eso, el literario enfrenta el tema siempre a partir de las relaciones privadas. Es la desesperación de Custódio que ilumina los impases de este momento marcado por incertidumbres, así como son las salidas diplomáticas de Aires que demuestran que de alguna manera, muchas veces, cambios políticos pasan también por cambios en las prácticas de nombramientos. Al final, buena parte de los primeros actos de la República se centraron en la alternancia acelerada en los nombres de las calles, plazas, escuelas e instituciones. Eso sin olvidar del concurso apresurado para creación de un nuevo himno, o de la reelección de los colores de nuestra bandera que, al revés de representar a las casas imperiales pasaban a remitir al verde de nuestras matas y al azul de nuestro cielo.
Pero en Esaú y Jacó todo el drama cívico es vivido en la clave de la personalidad. Pedro, Paulo, Custódio y Aires hacen las veces de nuestros políticos de guardia. No por coincidencia en Memorial de Aires, Machado de Assis afirmaría que “no hay alegría pública que no valga una buena alegría privada”.
D. Pedro II y los valores republicanos
El cumplimiento de las leyes, el respecto al dinero público y a la libertad de expresión marcaron el gobierno del monarca
Tres frases a propósito de la monarquía siempre me dieron que pensar. La primera, escuché del más grande historiador argentino vivo, Tulio Halperin Donghi: “El imperio brasilero fue un lujo”. La segunda fue escrita por otro gran historiador, ahora brasilero, Sérgio Buarque de Holanda, en el último volumen de la História Geral da Civilização Brasileira, por él organizada: “El imperio de los estancieros (…) solamente empieza en Brasil con la caída del Imperio”. La tercera fueron las tantas declaraciones de norteamericanos sobre el viaje del emperador a los Estados Unidos exaltando su republicanismo y su manera de ser yanqui. A éstas últimas podrían ser acrecentadas las de otros extranjeros, como el presidente de la Venezuela Rojas Paúl y el poeta cubano Julián del Casal. El primero comentó al enterarse de la caída del Imperio: “Se fue la única República de América”, el segundo colocó en boca del emperador la frase “fui su [de Brasil] primer republicano”.
Son afirmaciones de personas insospechadas que contradicen buena parte de la historiografía brasilera sobre el Imperio y el emperador. Para esta última, el Imperio era el gobierno de los estancieros y dueños de esclavos, el emperador o era déspota de los años 1860 o Pedro Banana de la última década del siglo. En contracorriente, Tulio Halperin Donghi, hacía una comparación entre Brasil y los otros países latinoamericanos en el siglo XIX, pensando, sobretodo, en la estabilidad política y en el funcionamiento regular de las instituciones representativas. Sérgio Buarque se refería al no alineamiento del Estado imperial a los propietarios rurales. Los norteamericanos y otros, al igualitarismo, al despojamiento, al espíritu público del emperador. Los que llamaban al Imperio de República pensaban, sobretodo, en la libertad de expresión existente en el país.
Parte de las características que distinguían a Brasil de los vecinos, como la unidad nacional y el grado más atenuado de disputa por el poder, dependía del parlamentarismo monárquico, por más imperfecta que fuese su ejecución, que D. Pedro II ya encontró en camino de la consolidación. Se puede preguntar de qué dependió su acción y cual la consecuencia de ella para el futuro del país.
El comportamiento político del monarca fue marcado por el escrupuloso cumplimiento de la Constitución y de las leyes, por el respeto no menos escrupuloso al dinero público, por la garantía de la libertad de expresión. Además de respetar las leyes, tuvo que tener en cuenta los grupos que controlaban la economía del país. Sirvió como árbitro político entre estos grupos, interviniendo en temas cruciales como la esclavitud de manera decidida, pero, para muchos, como Nabuco, demasiado lenta y cuidadosa. No fue un absolutista, pero tampoco fue un político audaz como el padre, a pesar de gobernar bajo una Constitución presidencialista. Su gobierno dejó una tradición de valoración de las instituciones que, a pesar de haber sido quebrada por el golpe republicano, fue recuperada en la Primera República y talvez esté viva hasta hoy, y legó un padrón de comportamiento político que también sobrevivió en las primeras décadas republicanas.
Lo que menos sobrevive hoy son los valores y actitudes republicanas. En la raíz de éste retroceso, quizás esté una de las fallas del sistema imperial, heredada por la Primera República: la incapacidad de, después de garantizar la sobrevivencia del Estado Nacional, promover la expansión de la ciudadanía política. La elite política se mantuvo limitada y cerrada, y el pueblo solamente pudo entrar de hecho en el sistema político después del Estado Nuevo. El carácter tardío y rápido de la absorción del pueblo y de la ampliación de la elite, agravado por los años de dictadura, hizo inviable la transmisión de comportamientos y valores. La apelación al regreso de la republica, hecho varias veces a lo largo de la historia del régimen, y esencial para garantizar su democratización, puede tener aún hoy, como uno de sus referentes, el ejemplo de Pedro II. Tornándose nuevamente república, el régimen completará la herencia imperial uniendo República y democracia, y realizará, hasta donde eso sea posible, la tarea de construcción nacional.
Antecedentes indígenas Se estima que el territorio de Brasil ha sido habitado hace al menos 8,000 años. Los orígenes de los primeros brasileños, que eran llamados "indios" por los portugueses, todavía son una materia de estudio por los arqueólogos. La visión tradicional es que fueron parte de la primera ola de inmigrantes cazadores que vinieron a las Américas desde Siberia, a través del estrecho de Bering. Según los datos que se posee los primeros indígenas que habitaron Brasil fueron al norte: los Arawak y Caribes; sobre la costa este y la cuenca amazónica: los Tupí-Guarani; instalados en las regiones orientales y meridionales del país: los Ge; al oeste: los Pano, al oeste. Se calcula que cuando fueron descubiertos había entre 2 y 3 millones de indígenas, que en 5 siglos se redujeron a los actuales 280.000 indígenas, según FUNAI (Fundación Nacional del Indio), ya que muchos de ellos sucumbieron a las masacres, enfermedades, y las duras consecuencias de la esclavitud y el desplazamiento, otros fueron absorbidos dentro de la población brasileña. La mayor parte de estas tribus eran semi-nómadas y vivían de la caza, la recolección y una agricultura primaria, sembraban tabaco, maíz, camote, yuca, ayote… Los portugueses introdujeron otros cultivos como el arroz, algodón y caña de azúcar. | |
El descubrimiento de brasil Aunque la mayoría de publicaciones apuntan a los portugueses como los descubridores o primeros europeos que descubrieron Brasil, lo cierto es que numerosos datos justifican que el primer europeo que pisó tierra brasileña fue el navegante español Vicente Yáñez Pinzón. Después de su cruzar el Atlántico, pisó tierra cerca de la actual Recife, el 26 de enero de 1500. Navegó a continuación bordeando la costa, hacia el norte, hasta la desembocadura del río Orinoco, descubriendo también en esa singladura la desembocadura más espectacular del mundo, la del río Amazonas. Sin embargo, en virtud de las decisiones del Tratado de Tordesillas (1494), que modificaba la línea de partición instaurada en 1493 por el Papa Alexandre VI para delimitar el imperio portugués y español, el nuevo territorio fue atribuido a Portugal. España no reivindicó entonces el descubrimiento de Pinzón. En abril de 1500, el navegante portugués Pedro Álvares Cabral alcanzó también las costas brasileñas, que proclamó oficialmente la posesión de estas tierras a Portugal. El territorio fue llamado Terra da Vera Cruz (en portugués, "Tierra de la Cruz Verdadera"). El país se fue gradualmente poblando de portugueses que buscaban escapar de la pobreza, y por nobles quienes se les concedieron privilegios coloniales por la Corona. La administración colonial en los próximos dos siglos estaba basada en un sistema feudal en el cual los individuos favorecidos recibían títulos de enormes cuadras de tierra llamadas capitanías; muchos de estos dominios finalmente se convirtieron en los actuales estados brasileños. En 1501, el navegante italiano Américo Vespucio dirigió una expedición sobre este nuevo territorio por instrucciones del gobierno portugués. En el transcurso de estas exploraciones, Vespucio reconoció y puso nombre muchos cabos y bahías, entre ellas la de Río de Janeiro. Regresó a Portugal con El "Pau-Brasil", árbol del cual se obtenía el colorante rojo muy cotizado en Europa, fue una de las primeras riquezas extraídas y el origen del nombre del país. La Terra da Vera Cruz tomó, a partir de esta fecha, el nombre de Brasil. La historia registra un detalle curioso respecto del origen del nombre de la ciudad de Río de Janeiro. Se afirma que el 1° de enero de 1502 un navegante portugués: Gonzalo Coelho, desembarcó en la bahía de Guanabara y la confundió con la desembocadura de un río, y bautizó el lugar como Río de Janeiro (Río de enero, en castellano). | |
La colonia El período colonial comienza con la expedición de Martim Afonso de Souza, en 1530, el rey de Portugal, Juan III el Piadoso, emprendió un programa de colonización sistemática de Brasil, principalmente el nordeste, estableciendo plantaciones de azúcar y extrajeron valiosa madera de los bosques. En 1549 Martim Afonso de Souza puso en marcha un gobierno central cuya capital se fijó en la nueva ciudad de Salvador de Bahía, creó una nueva administración y reformó el poder judicial. Para proteger al país de la amenaza francesa, estableciendo un sistema de defensa costera. La economía colonial estaba integrada al proceso de expansión del capitalismo mercantil. Portugal tenía el monopolio del comercio de la colonia. La producción recaía en el monocultivo del azúcar (debido a la creciente demanda de Europa), en el latifundio y en la utilización de la mano de obra esclava, en primer lugar, los colonos trataron de esclavizar a los indios para trabajar los campos. (La exploración inicial del interior de Brasil fue debido enormemente a aventureros paramilitares, los Bandeirantes, quienes entraron a la selva en busca de oro y esclavos indios.) Sin embargo, los indios se encontraban no aptos como esclavos, y así los dueños de tierras portugueses miraron hacia África, desde la cual importaron los esclavos. La Bahía de Guanabara no sería poblada hasta que una expedición francesa se estableciera allí en 1555, pocos años mas tarde una fuerza portuguesa destruyó la colonia francesa. A partir de 1559 el tráfico negrero se intensifica La Corona portuguesa autorizó que los dueños de las plantaciones de azúcar a comprar hasta 120 esclavos al año. El gobernador Correa de Sá oficializa el tráfico de negros en 1568, Solo en Pernambuco, en 1590, se registró la entrada de 10,000 esclavos. La esclavitud indígena será usada en diferentes regiones de Brasil hasta finales del siglo XVIII. Los portugueses fundaron en 1567 en el mismo lugar la ciudad de Sao Sebastiao do Río de Janeiro. El nombre fue más tarde simplificado. Posteriormente fue la capital y la principal ciudad de Brasil. El río Carioca es el principal de la ciudad y desemboca en la bahía de Guanabara. Se llama cariocas a los habitantes de Río de Janeiro por ese motivo. En 1580, Felipe II, rey de España, heredó la corona de Portugal. Este período de unión de los dos reinos, hasta 1640, fue marcado por frecuentes agresiones inglesas y holandesas contra Brasil. Así, en 1624, una flota holandesa se apodera de Salvador de Bahía. Pero el año siguiente, la ciudad fue retomada por un ejército compuesto de españoles, portugueses e indios Los holandeses continuaron sus ataques en 1630. En esta ocasión, una expedición subvencionada por la compañía holandesa de las Indias Occidentales tomó Pernambuco, la actual Recife, y Olinda. Los territorios comprendidos entre la isla de Maranhão y la zona río abajo del São Francisco cayeron así en manos de los holandeses. Bajo la competente autoridad de Jean-Maurice de Nassau-Siegen, la parte de Brasil ocupada por los holandeses prosperó durante varios años. Pero en 1644, Nassau-Siegen renunció para protestar contra la explotación dirigida por la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales. Poco después de su partida, los colonos portugueses, sostenidos por Portugal, que se había independizado de España desde 1640, se rebelaron contra el poder holandés. En 1654, al cabo de diez años de luchas, los Países Bajos capitularon y, en 1661, renunciaron oficialmente a sus reivindicaciones territoriales sobre Brasil. En 1640, después de la ruptura de la unión entre las dos coronas de España y Portugal, Brasil regresó entonces bajo la soberanía portuguesa y devino un virreinato. Españoles y portugueses vivieron entonces pacíficamente en América del Sur hasta 1680, fecha de una expedición portuguesa en el sur de la ribera oriental del Río de la Plata donde fundaron una colonia. Esa fue la causa de una larga serie de problemas que no se acabaron verdaderamente hasta 1828 con la creación de la República de Uruguay. Río de Janeiro se convirtió en la capital y la principal ciudad de Brasil desde 1763 hasta 1960. En esta última década perdió papel su papel de centro administrativo nacional a favor de Brasilia y su posición privilegiada de centro económico a favor de Sao Paulo. Desde el comienzo del siglo XVII, misioneros jesuitas hicieron incursiones en el Amazonas. Bajo el reinado del Rey José I de Portugal, Brasil conoció numerosas reformas por instigación del marqués de Pombal, secretario de Asuntos Extranjeros y de Guerra, luego Primer Ministro. Los esclavos indios fueron liberados y los impuestos reducidos. Pombal atenuó el peso del monopolio real sobre el comercio internacional del virreinato, centralizó el aparato gubernamental brasileño cuya sede fue transferida de Salvador de Bahía a Río de Janeiro en 1763. Tres años antes, en 1760, a modo de lo que ya había hecho en 1759 en Portugal, Pombal expulsó a los jesuitas de Brasil. La razón oficial fue el descontento popular suscitado por la influencia jesuita en los indios y su creciente peso en la economía. | |
La república de Brasil En noviembre de 1889, una revuelta militar dirigida por el general Manuel Deodoro da Fonseca obligó a Pedro II a abdicar. La república fue proclamada entonces bajo la autoridad de un gobierno provisional dirigido por Fonseca. En seguida, un cierto número de reformas de inspiración republicana fueron decretadas entre ellas, la separación de la Iglesia y el Estado. La redacción de una constitución fue acabada en junio de 1890. Inspirada por la Constitución de los Estados Unidos, fue adoptada en febrero de 1891, haciendo de Brasil una República Federal, bajo el título oficial de Estados Unidos del Brasil. Fonseca fue el primer presidente electo . Desde 1891, la política y los métodos arbitrarios de Fonseca levantaron una fuerte oposición en el Congreso. A comienzos de noviembre de 1891, Fonseca eligió disolver la Asamblea e imponer un poder absolutista. Pero, obligado a renunciar por una revuelta de la Marina, cedió el poder a su vicepresidente, Floriano Peixoto. Este estableció un gobierno tan dictatorial como el de su predecesor . El orden no regresó progresivamente al país sino bajo el gobierno del primer presidente de la República civil, Prudente José de Moraes Barros . La producción de café y de caucho progresó regularmente. El país parecía destinado a conocer la prosperidad, pero la caída de los precios del café en el mercado internacional entre 1906 y 1910 creó graves desequilibrios en la economía brasileña. La situación se degradó aún más con la baja de los precios del caucho . En 1922, el inicio de una nueva crisis económica obligó al gobierno a hacer cortes drásticos en el presupuesto del Estado. El descontento general desembocó en julio de 1924 en una gran revuelta, cuyo epicentro estaba en São Paulo. La revuelta fue dominada después de seis meses de enfrentamientos por el ejército que permanecía leal al presidente Artur da Silva Bernardes, elegido en 1922. Para evitar nuevos problemas, Bernardes decretó la ley marcial que quedó en vigor hasta el fin de su mandato. En agosto de 1927, el gobierno decidió la prohibición de las huelgas. Al final de las elecciones presidenciales de marzo de 1930, Julio Prestes, el candidato pro-gubernamental, fue declarado vencedor ante Getulio Vargas. Este último era un hombre político de primer plano, ferviente nacionalista, originario del estado de Río Grande do Sul. Disponía del apoyo de una gran mayoría del ejército y de la clase política. En octubre de 1930, desencadenó un golpe de estado. Después de tres semanas de combates, Vargas fue designado presidente provisorio, con amplios poderes. En 1933, Vargas emprendió dotar al país de una nueva constitución convocando a una Asamblea constituyente. El nuevo texto, adoptado en 1934, preveía particularmente el derecho al voto de las mujeres, la seguridad social para los trabajadores y la elección del presidente por el Congreso. El 17 de julio de 1934, Vargas fue elegido oficialmente presidente. En el transcurso del primer año de su mandato constitucional, Vargas encontró una fuerte oposición de parte del ala izquierda del Movimiento de los Trabajadores Brasileños. En noviembre de 1935, fueron frustradas tentativas de revueltas comunistas en Pernambuco y en Río de Janeiro. La ley marcial fue instaurada y Vargas gobernó por decretos presidenciales. Para reducir la fuerza de la oposición, tuvieron lugar grandes oleadas de detenciones de opositores al gobierno . En noviembre de 1937, en vísperas de elecciones presidenciales, Vargas hizo disolver el Congreso y proclamó una nueva constitución que le confería poder absoluto. Reorganizó el gobierno y la administración del país según el modelo de los regímenes totalitarios italiano y alemán. Los partidos políticos fueron prohibidos, la prensa y la correspondencia fueron sometidas a una estrecha censura . El gobierno de Vargas, oficialmente designado por el título de Estado Novo (Estado Nuevo), debía permanecer en el poder hasta que fuera decidida la fecha de un referéndum sobre nuevas leyes orgánicas. Esta fecha no fue fijada nunca en realidad. Pero durante ese tiempo, las manifestaciones de descontento con respecto a Vargas se multiplicaron. A continuación de un desafío lanzado en febrero de 1945 por un grupo de editores, el gobierno aceptó suavizar la censura a la prensa. El 28 de febrero de 1945 fue anunciada la celebración de elecciones presidenciales y legislativas. Poco a poco, las principales trabas a la actividad política fueron levantadas. En abril de 1945, todos los prisioneros políticos, incluidos los comunistas, tuvieron la amnistía . En octubre de 1945, un golpe de estado militar obligó finalmente a Vargas a renunciar. José Linhares, primer magistrado de la Corte Suprema, fue nombrado presidente provisional a la espera de elecciones. Estas tuvieron lugar en diciembre de 1945. Ellas dieron una amplia victoria al antiguo Ministro de Guerra, Eurico Gaspar Dutra. Entró en funciones en enero de 1946. Los diputados nuevamente elegidos estaban encargados de redactar la nueva constitución, adoptada en septiembre de 1946. Getúlio Vargas reencontró la presidencia de Brasil en enero de 1951 después de las elecciones celebradas en octubre precedente. Formó un gobierno de coalición con los grandes partidos. Este gobierno tomó medidas para equilibrar el presupuesto del Estado y poner en marcha un programa de reducción de la inflación, de aumento de salarios y de extensión de las reformas sociales. Estas decisiones contradictorias no impidieron el crecimiento de la inflación . En agosto de 1954, en plena campaña electoral legislativa, un oficial de la Fuerza Aérea encontró la muerte en un atentado dirigido contra un director de prensa anti-Vargas. Esta muerte llevó al ejército a exigir la renuncia de Vargas. El 24 de agosto, Vargas aceptó dejar provisionalmente el poder al vice-presidente João Café Filho, antes de suicidarse unas horas más tarde . El antiguo gobernador de Minas Gerais, Juscelino Kubitschek, reunía el apoyo de los partidarios de Vargas y de los comunistas, lo que le permitió ganar las elecciones presidenciales de octubre de 1955. Ni bien asumió su función, en enero de 1956, anunció un ambicioso plan quinquenal de desarrollo económico, seguido de un empréstito con bancos americanos, por un monto superior a 150 millones de dólares. Fue también en esta época e que fueron aprobadas los planes de la futura capital federal: Brasilia. Jânio da Silva Quadros, antiguo gobernador de São Paulo, fue el presidente de Brasil en enero de 1961. Emprendió enseguida una política de austeridad económica, aunque su mandato duró poco tiempo Quadros renunció en agosto de 1961 . Su vice-presidente João Goulart le sucedió. Pero esta sucesión no se hizo sin dificultad. Los militares comenzaron por oponerse, acusando a Goulart de tener simpatía por el régimen castrista cubano. Sin embargo se llegó a un acuerdo. La Constitución fue enmendada de manera de confiscar la mayor parte de los poderes ejecutivos del presidente en favor del Primer Ministro y del gobierno, responsables delante del Congreso. Goulart pudo entrar en funciones en septiembre de 1961 . En el mes de marzo de 1964, algunos días después de habérsele visto en una concentración obrera, Goulart fue derrocado por un golpe de estado militar y debió huir a Uruguay. El Jefe de Estado Mayor del ejército, el general Humberto Castelo Branco le sucedió como presidente de la República . En 1965, una ley redujo las libertades civiles, aumentó el poder del gobierno y confió al Congreso la tarea de designar al presidente y al vice-presidente. En 1966, el antiguo ministro de Guerra, el mariscal Artur da Costa E Silva, candidato del partido gubernamental Arena (partido del renacimiento nacional), fue designado presidente. El Movimiento Democrático Brasileño, único partido tolerado de la oposición, había rechazado presentar un candidato en reacción a la privación de los derechos electorales de los adversarios más feroces del gobierno militar. En diciembre de 1968, viendo las consecuencias de la agitación social y política, Costa se dio poderes ilimitados y pudo así efectuar purgas políticas, recortes en la economía e imponer la censura . En agosto de 1969, fue afectado por un ataque cerebral. Los militares eligieron al general Emilio Garrastazú Médici para sucederle, elección aprobada por el Congreso. Pero la protesta se hacía cada vez más viva en el país . Fue en este contexto que el general Ernest Geisel, presidente de Petrobras, sociedad petrolera nacionalizada, accedió al poder en 1974. Comenzó por establecer una política más bien liberal aflojando la censura sobre la prensa y permitiendo a los partidos de oposición reprender una actividad política legal. Pero estas censuras fueron en parte anuladas en 1976 y en 1977. En 1979, otro militar, João Baptista de Oliveira Figueiredo, sucedió a Geisel. | |
El fin de las dictaduras. la actualidad Fue finalmente en 1985 que fue elegido, Tancredo Neves, como el primer presidente civil brasileño después de 21 años. Pero murió antes de entrar en funciones. El vice-presidente José Sarney lo reemplazó. Confrontado a un rebote de la inflación y a una deuda externa considerable, Sarney impuso un programa de austeridad que comprendía la emisión de una nueva moneda, el cruzado. Para fortalecer la democracia, una nueva constitución entró en vigor en octubre de 1988 . Fue en el cuadro de esta nueva constitución previendo la elección del presidente por sufragio directo que fue elegido, en diciembre de 1989, Fernando Collor de Mello, candidato del partido conservador de reconstrucción nacional. Sus medidas drásticas de lucha contra la inflación provocaron una de las más graves recesiones que Brasil haya conocido jamás en una década. Por otra parte, rumores cada vez más precisos de corrupción comenzaron a circular sobre el presidente Collor . La Cámara de Diputados entabló un proceso contra Collor por corrupción, que finalmente terminó por renunciar el 29 de diciembre de 1992. A finales de 1994, las elecciones presidenciales dieron la victoria a Fernando Henrique Cardoso quien tomó sus funciones el 1 de enero de 1995. La inflación fue parcialmente detenida, Brasil despegó económicamente a pesar de la subsistencia de bolsones de pobreza considerables. El Noreste sufrió de la más importante sequía desde hacía cuarenta años . En 1997, Brasil realizó un número creciente de intercambios con los países adherentes al MERCOSUR. Pero vuelta necesaria la aceleración de las privatizaciones, a fin de evitar una crisis del sistema bancario, encontró la oposición de los sindicatos, de la izquierda radical, de José Sarney . En octubre de 1998, el presidente Fernando Henrique Cardoso fue reelecto en la primera vuelta del escrutinio con cerca del 54 % de los sufragios, contra menos del 32 % para su adversario Luis Inacio Lula da Silva, líder del Partido de los trabajadores (PT). Anunció su intención de proseguir su programa de austeridad y adoptó, en acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) un plan a seguir. Resultó un aumento del desempleo. Esta crisis financiera sacudió la economía brasileña y desestabilizó la de sus vecinos del MERCOSUR, particularmente la Argentina. El FMI y los países ricos acordaron 41 mil millones de dólares a Brasil, que enderezó rápidamente su economía . Las elecciones municipales del 2000 fueron marcadas por los buenos resultados del Partido de los trabajadores (PT), quienes lograron la alcaidía de São Paulo. Lula fue elegido, el 27 de octubre de 2002, en las elecciones presidenciales. Por primera vez, fue elegido en Brasil un presidente de la República de izquierdas. Entró en funciones el 1 de enero de 2003. |